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La Bendición [3/3]



“Iriem está muerta”

—Hiro… Hiro ¿Me estás escuchando? — la voz áspera y fúnebre del líder de la aldea fue sacando a Hiro de su ensimismamiento. Pero, a pesar de que había enfocado la vista hasta poder diferenciar el rostro achatado y surcado de verrugas del jefe, su mente seguía divagando en cierto modo, dotando al escenario de un brillo onírico e irreal.

Como melodía ambiental, se podía apreciar con exquisita claridad el sonido berreante e incesante de un niño cuando llora desesperado. Pero Hiro parecía ajeno a todos los estímulos del mundo exterior. Solo unas palabras resonaban en su cabeza, tan certeras y dolorosas como el zarpazo de una bestia:

“Iriem está muerta”

—Lamento muchísimo tener que decir esto, Hiro… Pero conoces las normas. En seis días, habrá luna llena. Espero que el niño esté preparado para entonces.

Hiro asintió, ausente, pero en realidad no le estaba prestado atención. Solo deseaba que aquella persona se marchara y dejara de hacerle tanto daño con sus pésimas noticias. Cuando, finalmente el jefe se marchó, Hiro se sentó en el suelo, el intranquilo bebé todavía sobre sus brazos, desnudo y con restos de vérnix caseosa que no le había limpiado desde el día anterior. El aire rezumaba surrealismo de forma intermitente, y Hiro llegó a pensar que realmente estaba en una pesadilla. Pero el berrido del recién nacido penetraba el aire y diluía aquella sensación de irrealidad. No. Lo que estaba sucediendo era tan real como una ventisca. Tan real como las bestias.

Se levantó, sintiéndose diez años más viejo, y decidió hacer una visita a su padre. Sí. Seguro que él sabría lo que hacer.

Se sentía extraño, caminando por la nieve como si estuviese en una procesión, con el fardo estridente entre sus brazos, mientras el resto de los aldeanos lo miraban con miedo y repugnancia en sus pequeños ojos azules. Cuando Hiro les devolvía la mirada, ellos giraban la cabeza y simulaban hacer otras tareas. ¿De verdad creían que Hiro no los veía? ¿De verdad Hiro había actuado como ellos cuando el bebé había sido de otra persona?

Porque ese era otro de sus problemas. El bebé había pasado a ser suyo. Nadie más podía cuidarlo. El joven con el que Iriem mantuvo relaciones murió unos días después de la concepción del pequeño, sin llegar a saber que era el padre de una criatura. Por tanto, huérfano de ambos padres, el pequeño bebé solo podía quedarse con su tío Hiro.

Justo en ese momento, el bebé dejó de llorar y miró el rostro de Hiro con curiosidad. Tenía los ojos oscuros y tan profundos como un abismo, muy distintos a los del resto de personas de la aldea. Hiro se paró en medio de la nieve y contempló a aquella criatura tan diminuta, preguntándose cómo algo tan pequeño e inocente podía ser motivo de tantos problemas. El bebé, ajeno a sus preocupaciones, cerró los ojos de nuevo, y se durmió. Sin llantos, Hiro reanudó su marcha.



Su padre se encontraba en una de las cabañas más antiguas y representativas de la aldea, por lo que tanto sus paredes como su esencia conservaban un aroma y una apariencia senil, cansada, pese a que el padre de Hiro no era tan mayor en realidad.

Tocó la puerta un par de veces, pero al no obtener respuesta, se adentró en la casa sin mayor remordimiento. El interior estaba en silencio, pero una pequeña hoguera resplandecía al fondo de la estancia, donde su padre se balanceaba débilmente en su mecedora, respaldado por el cálido abrazo de una manta de lana. De espaldas, el padre de Hiro era enjunto y parecía sumamente frágil, mas Hiro sabía bien que el rostro adusto y los brazos grandes, aunque cada vez más esqueléticos, le conferían un aspecto cuanto menos, curioso.

—¿Padre? —preguntó tímidamente, mientras cerraba la puerta a sus espaldas.

—Iriem… — susurró el anciano, con una voz ronca y oxidada. Si se había percatado de la presencia de su hijo, no hizo ningún gesto que lo demostrara. Hiro se acercó a él y se arrodilló a su lado, colocando una mano inmensa y peluda sobre su hombro.

—Padre. Soy yo, Hiro. Tenemos que hablar.

De pronto, los ojos del anciano se encendieron como dos breas, y el hombre pareció regresar en sí, percatándose de la presencia de su hijo. Sus cejas se fruncieron y su boca se torció en una fina línea de enfado:

—No hay nada que hablar. Entrega al condenado niño y vuelve al trabajo — espetó, la furia dominando sus palabras.

—Pero… ¡Padre!

—Tú eres ahora el responsable del engendro, Hiro. Ocúpate de él como la aberración que es, y punto. Si empiezas a encariñarte con ese hijo de la ventisca, entonces estarás cometiendo un grave error.

Hiro tragó saliva, sus hombros se hundieron levemente, pero se recompuso enseguida, asintiendo con vehemencia.

—Tienes razón. Lo siento por mi actitud, padre. Es solo que Iriem apreciaba mucho a este… ser, pese a que ni siquiera había nacido aún.

—Iriem está muerta — las palabras de su padre rezumaban un dolor profundo e hiriente, y Hiro no supo que responder.

Por eso, cuando el silencio se prolongó más de lo estrictamente necesario, Hiro apretó el fardo contra su abrigo y se levantó, dispuesto a marcharse de allí.

—Por favor, Bist… Perdóname.

La voz de su padre adquirió un matiz mucho más frágil y lastimero, dando a entender a Hiro que había regresado a aquel estado de semi inconsciencia en el que se hallaba cuando había entrado en la cabaña. Sus músculos se tensaron como la cuerda de una polea bajo el peso de la nieve, y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Se quedó parado en el sitio, de espaldas a su padre, incapaz de hacer otra cosa que no fuera respirar.

—Soy Hiro, padre — murmuró por fin, cohibido ante la situación. Su padre pareció regresar en sí una vez más, y su voz restalló en las paredes con una falsa ira que hasta Hiro supo discernir.

—Vete ya, Hiro. Necesito estar solo.



A pesar de lo que le había dicho su padre, Hiro cuidó al bebé los días siguientes. Le quitó los restos grasientos que se habían acumulado en su suave piel, le alimentó lo mejor que pudo de la forma en la que las matronas le habían enseñado y le cambió de ropa cada vez que el pequeño hacía sus necesidades. Por lo demás, era una criatura tan inofensiva y quebradiza que Hiro no podía entender cómo diantres estaba sobreviviendo.

Sin embargo, no le puso nombre. No lo hizo porque tenía claro que al hacerlo estaría creando un vínculo con él, y quería evitar eso a toda costa. Su padre tenía razón. Aquel bebé debía irse cuanto antes, y cuanto menos cariño provocara en la gente, mejor. Así que el motivo real por el que Hiro había estado cuidando de manera tan efusiva a la criatura era que mientras sus manos se mantuvieran ocupadas, su mente no divagaba hacia otros temas. Hacia otras palabras. Como las palabras de su padre.

Hiro se percató de que inconscientemente había terminado pensando en ese tal Bist, y suspiró con pesar, a sabiendas de que sus intentos por no profundizar en el tema habían sido en vano. Se sentó en su butaca, cansado tanto física como mentalmente, y cerró los ojos un momento mientras el nombre de Bist se clavaba una y otra vez en su memoria. Quería pensar que aquel nombre no era más que el producto de los desvaríos de su anciano padre, pero en el fondo, una parte de él sabía que no era así. Sabía que Bist era el nombre de una persona real. No solo eso, sino que se trataba del nombre de una persona que había llegado a conocer.

“Hiro, estás haciendo una montaña de un copo de nieve” se dijo a sí mismo cuando se percató del tiempo que había transcurrido. El bebé gritaba enrojecido en la cuna provisional que le habían conferido.

Así pues, Hiro se levantó, sintiendo el peso de las preocupaciones sobre sus hombros, y acudió en auxilio del pequeño engendro. Lo desnudó, y se quedó contemplando la marca de luna creciente que refulgía con un leve brillo plateado sobre su vientre.

—¿Esto es lo único que te diferencia de mí, insecto? ¿Por qué esta marca nos protege de las bestias? — se preguntó Hiro mientras sus dedos acariciaban la marca. El bebé, por toda respuesta, berreó con más intensidad —. No eres más que un mocoso que no puede ni limpiarse solo el culo. ¿Por qué tú y no cualquier otro niño de la aldea?

Hiro detuvo su mano cuando se percató de que había estado acariciando el arrugado rostro del bebé hasta que este se había calmado, y la apartó con disgusto y un cúmulo de sentimientos de culpa y vergüenza.

—Un par de días más y me desharé de ti, insecto.

Justo en ese momento, unos golpes en la puerta alertaron a Hiro de que alguien quería entrar, y se apresuró a dejar al bebé en su pequeña cuna antes de abrir. El rostro nada agraciado del jefe no le alegró el día en absoluto.

—Hiro. Lamento tener que traerte estas noticias, sabiendo además que la muerte de tu hermana sigue reciente en nuestros corazones…

Una garra férrea atenazó el corazón de Hiro, que se agarró con fuerza al marco de la puerta, mostrando así, de manera involuntaria, una pose intimidante que hizo retroceder al jefe de la aldea.

—¿Qué ocurre? — gruñó Hiro, con el corazón encogido a la espera del golpe.

—Es t-tu padre.



—Acudió a hablar con nosotros esta misma mañana, pero cayó al suelo antes de poder expresar ni una sola palabra

El cuerpo del anciano yacía lívido como la nieve en un altar de madera barnizada que se encontraba en el edificio de reuniones de la aldea. Su rostro, en los últimos días contraído en una mueca de odio hacia el mundo, se había relajado por completo, dejando una máscara de tristeza y cansancio. Las lágrimas acudieron de forma abrupta a los ojos de Hiro, que no pudo contener los sollozos pese a sus intentos.

De pronto se sintió inhóspitamente solo, rodeado de dolor y tristeza. Y, por si eso fuera poco, Hiro se sintió avergonzado. Tenía la certeza de que los últimos pensamientos de su padre no habían sido para él, ni siquiera para Iriem, y era posible que sus últimas palabras hubieran estado destinadas a aquel desconocido llamado Bist. Y, aunque supiera que ese no debería ser su principal preocupación, no podía evitar sentirse dolido de pensar que la persona a la que más quería había muerto pensando en otro.

—¿Cómo es posible que todo mi mundo se venga abajo en tan solo un día? —susurró Hiro, con los puños apretados y las lágrimas despuntando de sus ojos enrojecidos. El jefe de la aldea escuchó sus palabras, y un rayo de compasión atravesó su mirada,

—Lo lamento muchísimo… Entiendo que esto debe ser muy duro para ti, Hiro. Pero piensa que, dentro de poco, el culpable de tus problemas desaparecerá para siempre.

Hiro tardó unos instantes en comprender que hablaba del bebé, y solo entonces asintió. El jefe le palmeó la espalda un par de veces y se alejó para hablar con el resto de consultores del amanecer. Los siete miembros más sabios de la aldea se agruparon en círculo y comenzaron a hablar en susurros, de tal manera que Hiro fue incapaz de entender lo que decían, aunque tampoco le importaba demasiado.

Cuando terminó de rezar a los dioses helados para que protegieran el cuerpo y el alma de su padre, Hiro tapó el cadáver con una larga y delgada manta de piel de cabra y se dispuso a marcharse de allí. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de atravesar el marco de la puerta, Hiro volvió la vista atrás, y se encontró con que los siete consultores del amanecer le miraban mientras hablaban en voz baja. Al cerciorarse de que Hiro les había pillado hablando de él, los sabios desviaron la mirada, cohibidos, y Hiro aprovechó para marcharse de allí.



La noche llegó aquel día mucho más pronto que de costumbre, las oscuras y chispeantes sombras de las nubes tormentosas vibraban en el firmamento con una fuerza descomunal. Todos en la aldea sabían, por tanto, que aquella noche debían quedarse en casa y guarecerse de la ventisca que se avecinaba. Por eso, Hiro se preparó para salir.

Se puso sus botas más calientes y cómodas, protegió su cabeza con gorros de lana y su cuello con bufandas, y, tras unos instantes de duda, se decantó por escoger su chaqueta de la suerte. La chaqueta que le regaló su padre. Cuando era más pequeño, la chaqueta le llegaba casi por las rodillas, pero ahora que había crecido, tenía que hacer un pequeño esfuerzo por abrochársela. Una vez estuvo listo, Hiro cerró los ojos e inspiró profundamente, dispuesto a marcharse.

Y entonces lo escuchó. El bebé se despertó de su siesta intermitente y comenzó a llorar de manera descontrolada, como si de algún modo se hubiese dado cuenta de que Hiro se marchaba. Tras unos instantes paralizado, Hiro se acercó a la criatura y la contempló desde arriba.

—Si de verdad eres el causante de todos mis problemas… deja de llorar, niño. Si de verdad eres el causante… Me lo debes.

Y con estas palabras, Hiro se adentró en la tormenta, que acababa de estallar con el sonido de un estrepitoso trueno, ahogando el llanto del bebé en las profundidades de su cabaña.

Aunque su destino no estaba lejos, el viento espectral y sibilante y la ventisca de nieve que se agolpaba en su rostro le dificultaban el paso y se colaban por los resquicios de su ropa, helando cada centímetro de su piel y haciéndole estremecer. La oscuridad era casi total, solo interrumpida de vez en cuando por el resplandor blanquecino de los rayos. Pero Hiro no se amedrentó ante estas condiciones. Si bien habría preferido evitar la tormenta de haber podido ser, lo cierto era que la gente de la aldea no temía a las adversidades del tiempo y se habían acabado acostumbrando a ellas. Por eso mismo sabía con toda seguridad que los consultores estarían en la cabaña central, reunidos y hablando de temas relevantes. Temas que Hiro quería escuchar.

Cuando vio en la distancia un destello anaranjado en forma de cuadrícula, supo que había dado en el clavo, y se apresuró a esconderse en las inmediaciones de la casa, cerca de una de las ventanas más iluminadas, donde sabía que se encontraba parte de la mesa en la que solían realizarse las reuniones, y dónde solía sentarse el consultor mayor, es decir, el jefe de la aldea.

Apoyó la oreja en las frígidas paredes de madera, con la esperanza de escuchar lo que decían en el interior, pero la tormenta arreciaba de manera tan escandalosa que hacía casi imposible entender lo que se decía. Hiro se apretó un poco más contra la pared, haciendo un esfuerzo por centrarse en el sentido de la audición, y aunque de manera tenue, fue capaz de captar la voz de los miembros que se encontraban más cercanos a su posición:

—Dudo que le contara nada a su hijo — dijo el jefe de la aldea, con voz resonante para su fortuna— Y, aunque lo hiciera, ese chico no tiene forma de saber quién era.

Murmullos inaudibles, seguidos de una ráfaga de viento que desestabilizó a Hiro. Se apresuró a volver a su posición.

—No. Vendrá, eso es seguro.

—No podemos arriesgarnos a que el chico no aparezca. Su hermana ha muerto, y su padre también. Quién sabe si eso le puede afectar tanto como para no presentarse.

De nuevo, voces lejanas. Hiro se pegó aun más a la pared, pese a que sus manos comenzaban a pelarse por el frío.

—Basta, basta de barullo, señores. Somos los consultores del amanecer. Nuestro deber es proteger a las personas de esta aldea, aunque ello implique mentir y enviar niños indefensos a una muerte terrible. Debemos recordar que, gracias a nuestros descubrimientos, llevamos más de veinte años sin sufrir el ataque de las bestias. Gracias a nuestra labor, y al sacrificio de Bist y el resto de niños, hemos conseguido una tregua que parecía imposible para nosotros.

Silencio, que Hiro atribuyó a un consenso de asentimiento.

—Hablaré con Hiro. El chico también cree que el niño es un monstruo de la naturaleza. Un maldito. Me lo entregará con total seguridad.

Hiro se separó de la pared, sintiéndose aturdido y confuso. De pronto, el nombre de Bist ya no le sonaba tan extraño. De hecho, le resultaba terriblemente familiar. Ignorando la acuciante tormenta que asolaba el poblado, Hiro corrió como nunca lo había hecho, con las lágrimas surcando su rostro compungido. Corrió todo lo que la nieve le permitió, hasta que su cabaña de madera se hizo visible en la distancia.

Entró con fuerza, y su cabeza rotó hacia todas las direcciones para encontrar aquello que buscaba.

El fardo lloraba desconsolado, con el rostro rojo como una grosella y las manitas apretadas con tanta fuerza que Hiro temió que se lastimara. Lo cogió en brazos y lo meció con ternura, hasta que el bebé se calmó y lo miró, con aquellos ojos negros y profundos como la tormenta que estaba teniendo lugar en el exterior.

 En ese momento, Hiro tomó una decisión.


***


Poco a poco, los ojos de Hiro se fueron abriendo. Los párpados le pesaban y la espalda le estaba martirizando, pero hizo un esfuerzo. Lo hizo, porque en sus brazos todavía yacía el pequeño fardo, que lloraba como solo un bebé puede hacer. La cueva en la que se encontraba goteaba por la humedad, y, en el exterior, el sol brillaba con fuerza y penetraba a través de la grieta por la que habían entrado. Él, sin embargo, se sentía exhausto y una sensación de angustia le oprimía el pecho, como si alguien estuviese haciendo fuerza contra su corazón.

“¿Por qué no estoy muerto?” pensó, mientras los recuerdos de la persecución acudían a su memoria como témpanos de terror. Se estremeció, de dolor, de angustia y de incertidumbre, y, con un gemido, apretó al bebé contra su pecho. A pesar del dolor y de la sensación extraña que tenía en el pecho, Hiro se arrastró hasta la entrada de la cueva y asomó la cabeza, con la intención de comprobar si la bestia se había marchado.

Por eso casi deja caer al niño cuando vio, aposentada en la entrada de la cueva, a una inmensa criatura de tupido pelaje anaranjado y dientes colosales que le sobresalían de la boca. Hiro abrió los ojos todo lo que sus cuencas le permitieron, mientras la bestia emitía un sonido ronco y perezoso.

Cuando el inmenso monstruo abrió los ojos, Hiro se sorprendió pensando en que había cierta tristeza en ellos. Tristeza… Y agradecimiento. Dejando de lado esta parte de su subconsciente y dejando que el instinto tomara las riendas, Hiro se apretó al bebé en un intento por protegerlo, mientras este gimoteaba agobiado.

Pero la bestia simplemente ladeó la cabeza, como con curiosidad. Hiro no podía dejar de notar que aquellos ojos eran muchísimo más expresivos de lo que cabría esperar en una bestia como aquella. Y, por si fuera poco, sentía una extraña sensación de reconocimiento.

La bestia se alzó sobre sus patas, inmensa y majestuosa, y Hiro retrocedió hasta que su espalda chocó con la pared rocosa y tuvo que contener un aullido de dolor. Mientras, el monstruo acercó su hocico a la grieta de su pequeño escondrijo. Hiro cerró los ojos, pese a que sabía que era físicamente imposible que aquel ser pudiese entrar por un resquicio tan pequeño.

Y, cuando los volvió a abrir, se sorprendió al descubrir un trozo de tela de su propia chaqueta. Era uno de los trozos que se le habían desprendido durante su persecución, y los ojos de la bestia miraban a Hiro con una intensidad abrumadora. Y, entonces, lo entendió.

—¿Bist? — susurró. La bestia rugió al cielo, dando su asentimiento, y de pronto Hiro se sintió muy confuso. Miró al bebé, que de pronto parecía haberse calmado, y lo destapó hasta dejar al descubierto su marca lunar.

Como si de pronto hubiera lanzado una bola de nieve colina abajo, una información extraña y desconocida comenzó a ascender hasta la mente de Hiro, mientras aquella sensación de opresión se iba intensificando poco a poco y la herida de su espalda se curaba a una velocidad sorprendente. Su cuerpo se convulsionó, y un ligero vello anaranjado comenzó a brotar de su piel.

“Estar ante la presencia de una bestia. Sobrevivir. Los niños con luna. Los niños con luna son inmunes…”

Cuánto más conocía acerca de la naturaleza de las bestias, menos quería saber.

—Bist… Hermano. Yo…

La bestia emitió un sonido que reverberaba como un lamento.

—La bestia… Voy a ser yo ¿Verdad?

Con la certeza de que no le quedaba mucho tiempo, y pensando en su padre y en su hermana, Hiro le dio un beso en la frente al bebé. 
Y, seguidamente, se lo entregó a la bestia, que en ese momento los observaba, con las lágrimas cayendo de sus pequeños ojos oscuros.

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