Ir al contenido principal

Twitter

El Rastro [2/3]


Sangre. Un rastro de sangre que me sigue, que me marca. Estoy marcado. Ahora es imposible escapar. Lo sé, pero… ¿Qué se supone que puedo hacer al respecto? Aprieto los dientes y trato de correr como puedo. El dolor en mi espalda es lacerante e incluso podría llegar a ser incapacitante en otras circunstancias. Pero no en esta. En esta, por suerte para mí, no es más que el aliciente que necesito para seguir corriendo. A cada segundo que pasa, el dolor me recuerda por qué corro. Por qué es imprescindible que siga corriendo.

El frío me rodea por todas partes, en forma de pequeños copos juguetones que revolotean alrededor de mi rostro, acompañado por las vaharadas de aire caliente que exhalo cada vez que respiro. Me va a alcanzar. Lo sé. Lo presiento. Sin embargo, desde que mi chaqueta se desgarró en el bosque, no he vuelto a escuchar sus bramidos. Sus terribles y estremecedores bramidos. Quizás sea buena señal.

Lo sea o no, debo correr. Correr. Correr. Correr. La montaña al fondo del sendero se va haciendo cada vez más y más alta conforme me acerco, y una lágrima de alegría resbala por mi mejilla al verla, pues afortunadamente para nosotros, la montaña supone un punto a favor de nuestra salvación. En ella, encontrar una grieta o algún saliente que imposibilite a nuestro persecutor encontrarnos será mucho más fácil que en el bosque.

Lo cierto es que no sé cómo hemos sobrevivido tanto tiempo, sabiendo la naturaleza de… esa cosa. Pensar en esos dientes largos y afilados como esquirlas inmensas de hielo ennegrecido hace que el miedo atenace mi corazón, y, apretando suavemente el fardo que porto entre mis manos, acelero el paso. Un poco más. Un poco más.

La montaña nos mira desde arriba, petulante. “Escaladme si podéis” parece estar diciendo, pero eso no me amedranta. Tras cerciorarme de que no hay otro sitio por el que poder subir de manera más segura, trago saliva y empiezo la escalada. El infierno, más bien. El fardo en mis manos no es demasiado pesado, pero sí que dificulta mis movimientos y merma mis fuerzas con rapidez. El hielo en los salientes nos observa, aterrador, pero soy precavido en cada uno de los pasos que doy, asegurando el terreno antes de dar un paso en falso.

A mi espalda, sangre. Sangre que brota de la herida y se precipita al vacío en una caída totalmente insonora. ¿Cuánto tiempo llevo subiendo? No lo sé, pero debo seguir subiendo. Es nuestra única salvación.

De entre las rocas, un pequeño pájaro de color verdoso emerge sin previo aviso, sobresaltándome y haciéndome trastabillar. Unas cuantas piedras se desprenden del saliente en el que estoy sujeto con una única mano, y trato de recobrar el equilibrio desesperado. Antes de que la gélida roca a mi alrededor se desmorone, consigo saltar con energía a un pequeño rellano a mi derecha. Haciendo de escudo humano para mi pequeño saco, consigo rodar por la nieve hasta chocar de bruces contra el muro, con la mala suerte de dar de lleno con la espalda. Con la herida.

No consigo contener el grito.

Mierda… Duele mucho… No puedo… Levantarme.

Incapaz de ponerme de nuevo en pie, comienzo a arrastrarme por la nieve, dejando un rastro de sangre roja y cálida a mi alrededor. El sudor en mi tez se enfría, dejando su marca gélida y desagradable. No aguantaré mucho tiempo.

Una cueva. No puedo creerlo… Una cueva.

El sudor se convierte en lágrimas que resbalan por mi ajado rostro y se pierden entre las enredaderas de mi tupida barba. No me importa. Estamos a salvo, pequeñín.

Pero, aunque quiero creerlo, lo cierto es que en el fondo sé que distamos de estar a salvo.

El interior de la grieta es estrecho y muy húmedo, apenas un orificio en el que cabrían dos personas adultas a la vez. Con el fardo entre mis brazos, apoyo suavemente la espalda contra la pared y libero todo el aire de mis pulmones, exhausto. ¿Cómo mierdas he llegado hasta aquí?

Pero ni yo mismo sé si me estoy refiriendo a cómo he llegado a esta cueva o a esta situación. Estoy cansado. Muy cansado. Si cierro los ojos, moriré. ¿Verdad?

No sé… Eh, Iriem… ¡¿Qué haces ahí afuera?! ¡Entra o la bestia te comerá!

… Desvarío. No hay ninguna Iriem… ¿Verdad? Un leve llanto me devuelve brevemente a la realidad, y acuno al pequeño bebé para que se tranquilice.

—No te preocupes, pequeñín, ahora estás a salvo— digo, esta vez hablando en voz alta.

Pero es mentira. No está a salvo. Cuando yo muera se quedará solo. Un pequeño bebé hambriento y llorón, al amparo de la brutalidad de la bestia.

Eso me duele mucho más que mi herida. Mucho más que el hecho de que vaya a morir.

El viento se cuela de nuevo por el resquicio de la grieta, pero apenas puedo sentir mi propia piel ya. Escucho voces… Barullo. ¿La bestia? No… No tan pronto. Son pisadas. Pisadas humanas. ¡Humanos! Estamos salvados, por los eternos dioses del páramo helado… Aquí no viene nadie… ¿Habrá sido el viento?

Mierda Hiro, estás desvariando otra vez… Me cuesta mantenerme despierto… Iriem…



—¿… eres tú? — mi voz resuena entre las paredes de mi apenas amueblada casa. En el exterior, una ventisca azota los árboles y el cuerpo envuelto en varias capas de mi hermana. Me hago a un lado para dejarle pasar, y ella se adelanta, agradecida, con una mano en su ya abultado vientre—. ¿Cómo te encuentras, hermana? No es el mejor día para hacerme una visita…— le digo con severidad mientras cierro la puerta. Ella se quita la chaqueta y se aproxima a la hoguera que crepita al fondo de la habitación, ignorando mis palabras.

Me aproximo al lugar en el que se ha sentado mi hermana y aprovecho para avivar el fuego con un atizador. Por el rabillo del ojo, le examino el rostro con preocupación. En los últimos meses la he visto mucho más pálida, esquelética y demacrada, y juraría que a pesar de la barriga cada vez más grande, ha adelgazado varios kilos. Lo único que sé y que me hace sospechar de su estado es una reciente charla con padre. Los detalles son totalmente desconocidos para mí, y mi hermana se ha negado a hablar del tema… Hasta ahora.

—Hace un día nefasto— dice con un hilo de voz que me cuesta oír. Me siento junto a ella y contemplamos las llamas fluctuantes durante un rato, mientras el color va retornando a su rostro.

—¿Qué ocurre, Iriem? ¿Por qué tanta desesperación por verme?

Ella titubea. Inspira hondo y se arma de valor. Se acaricia el vientre y una sonrisa aflora en su rostro. Hacía semanas que no le veía sonreír. Después, sin decir nada, Iriem me agarra la mano y la desplaza hacia su abdomen.

—Cierra los ojos— me pide con una voz algo más autoritaria—. ¿Lo notas?

Lo noto. Unos pequeños golpes que se repiten cada pocos minutos. Sonrío al ver la felicidad de mi hermana. ¿Cómo algo tan bonito ha podido permanecer tanto tiempo oculto tras una máscara de preocupación?

—Hiro. Sé sincero, por favor— retiro la mano con cuidado y miro a Iriem directamente a los ojos. Todo rastro de alegría se ha transformado en una máscara de seriedad, me atrevería a decir que de angustia—. ¿Serías capaz de matar a esta criatura?

La pregunta me deja descolocado. ¿Quién se cree que soy?

—Por supuesto que no. No soy ningún monstruo— gruño, incapaz de contener mi irritación.

—¿Ni siquiera si estuviera… marcado? — un tenso silencio se expande a nuestro alrededor, y enfría el aire a pesar del calor del fuego.

—No puedes saber si está marcado, Iriem. Es imposible.

—¡Lo será, Hiro! Lo presiento… Cada noche tengo la sensación de que la luna atrae a mi pequeño y lo marca con su luz— Iriem está temblando. En sus ojos, ahora vidriosos, se acumulan gruesas lágrimas de desesperación.

—No son más que impresiones, hermana. Tu hijo será grande y hermoso. Y no tendrá la marca.

—¡Tú tampoco lo sabes! ¡El último marcado fue hace un año, Hiro! ¡Un año!

La duda, como un germen contagioso, se deposita en mi corazón, pero no dejo que mi rostro desvele ninguna emoción.

—Si está marcado, tendremos que dárselo, Iriem. Conoces las normas.

—¡No! — el rostro de mi hermana se contrae en un rictus de rabia, de miedo—. ¡Tú también no!

Y, tras estas palabras, se desmorona como un muñeco de nieve ante una ventisca y comienza a sollozar. Verla así, tan frágil y destrozada me parte el corazón. Debo recordar que apenas acaba de cumplir los dieciséis años. Así que le rodeo con uno de mis brazos, grande y voluminoso, fruto del trabajo duro en los páramos helados.

—¿Es que no hay nadie en este mundo que piense en mi hijo? Mi pequeño…

—Sabes lo que sucederá si no lo entregamos, Iriem. ¿Crees que el resto de las madres entregaron a sus retoños con alegría? ¿Que no derramaron lágrimas de amargura y de dolor? Claro que lo hicieron, pero tenemos que hacerlo. Si el marcado muere, otros bebés pueden vivir. Si el marcado vive, ningún otro bebé podrá hacerlo. Jamás. Lo sabes bien.

Mis palabras, lejos de calmar a mi hermana, la sumen en un llanto inconsolable que solo el crepitar del fuego consigue amortiguar. Entiendo su dolor… Es muy joven y es su primer hijo, pero aprenderá a superarlo. Todos lo hacemos.



De pronto, el llanto de mi hermana se vuelve mucho más estridente y agudo, hasta que mis ojos se abren y me permiten ver un rayo de resplandor entre una suma oscuridad. Cuando por fin consigo habituarme a la luz, me percato de que no es un rayo de nada, sino solo la grieta por la que hemos entrado. ¿Cuánto tiempo llevo dormido?

El pequeño berrea descontrolado, asustado, y en su parte inferior soy capaz de sentir una masa informe y cálida a pesar de las mantas, que enseguida también soy capaz de olfatear.

Lo mezo con cuidado, tratando de calmarlo, pero está demasiado alterado. Tiene hambre, frío, se ha cagado encima. Yo también me siento un poco así.

Haciendo un esfuerzo, consigo sacar del bolsillo interior de mi chaqueta una pequeña y arrugada zanahoria, que solía guardar para alimentar a los cerdos. Se la doy al pequeño, y este parece decidir que la anaranjada verdura es de su interés. Se la introduce en la boca y comienza a chuparla y a tratar de morderla con unos dientes que todavía no han salido. Ver como el pequeño trata de morder la zanahoria con sus pequeñas encías mientras se llena de babas en el proceso me hace sonreír. Quizás sea mi última sonrisa.

Siento la herida de mi espalda latir, arder y morder, todo a la vez, pero el charco de sangre ha dejado de crecer. El líquido ha dejado de salir de mi cuerpo. Es demasiado tarde, sin embargo. No tengo fuerzas suficientes para intentar nada. Estamos atrapados entre estas rocas, a la espera de que a esa dichosa bestia le dé por…

La piedra tiembla. Los pájaros huyen en bandada, visibles por el orificio de nuestro escondrijo. El rugido retumba en mi cabeza mucho después de que el sonido se haya disipado. Un pequeño río de humedad y sal recorre mis pómulos tibios hasta desembocar en mis labios.

Esta vez no podré escapar.



Una luna. Una pequeña luna creciente enmarcando el vientre del bebé, que yace desnudo y berreante en los brazos de la matrona. Una luna. Una dichosa luna.

Incrédulo, me acerco a la criatura y le rozo la cara con las manos. El niño deja de berrear en ese momento y me mira con unos ojos grandes y oscuros como dos noches sin luna. Ojalá lo que estuviera sin luna fuera tu pequeña barriguita, y no tus ojos.

La matrona lo envuelve con destreza entre varias mantas, después de haberlo aseado un poco, y me lo ofrece con rapidez antes de marcharse sin decir nada. No quiere saber nada del bebé. Está maldito.

Así pues, con el retoño en brazos, espero a que el médico salga junto a mi hermana, que sigue agonizando en un parto que no ha finalizado aún. El médico me ha dicho que la extracción de la placenta se ha complicado, que tardarán más de lo esperado.

Así que espero. Espero. El bebé llora. Se calma. Llora. Es tan pequeño… Sus ojos oscuros parecen mirarlo todo con curiosidad, como si supiera lo que está a punto de sucederle, y quisiera absorber cualquier detalle de aquella vida antes de que le sea arrebatada.

No es el primero, Hiro. Lo sabes. Hay que ofrecerlo. Si no lo hacemos, nadie en la aldea sobrevivirá para ver un nuevo amanecer cálido… Pero, ahora, en este momento, no hay nada que me parezca más injusto.

Nadie recuerda cuándo comenzó a suceder. Nadie recuerda cómo ni por qué, pero todos saben que, si ofrecemos a aquellos niños marcados por la luna, ellos no nos atacan. Las bestias no nos atacan. Las historias hablan de épocas anteriores, en las que el sol brillaba con mucha más fuerza, derritiendo la sempiterna capa de nívea agua en estado semisólido, con otro tipo de plantas y flores, de todos los colores y formas. Un mundo sin frío, sin miedo, sin bestias. Pero creo que no son más que fábulas. Nada más que el deseo de algo que en el fondo sabemos que no sucederá jamás.

Las bestias existen desde antes de que nosotros llegáramos a este lugar y comenzáramos a procrear y a intentar defendernos de ellas. Poco más sabemos de esos seres… Son inmensos, cruentos, despiadados… Cualquier adjetivo se queda corto ante su concepto. Pero los niños con luna nos salvan. Como un amuleto, los niños marcados por la luna impiden que las bestias entren en un ratio de varios kilómetros.

No escuchamos sus rugidos, no vemos sus melenas, no padecemos de insomnio, pensando en que moriremos descuartizados.

Por eso… este niño debe morir. Debe ser entregado, como todos los anteriores.



Iriem murió. No sobrevivió al parto, ni pudo ver a su pequeño hijo, al que tanto había querido aun sin llegar a ver su rostro redondeado. Y tenía razón… Tenía condenada razón… Estaba marcado…

No sé por qué hablo de ella en pasado, si murió hace apenas una semana. Deliro. ¿Estoy muerto ya?

¿Los muertos siguen sintiendo la herida por la que murieron con dolorosa intensidad?

No estoy muerto. El bebé lloroso me lo confirma, sus ojos oscuros sumergiéndose en los míos, azules como los de la inmensa mayoría de habitantes de la aldea. Aldea que pronto desaparecerá, arrasada por esas… cosas.

El pequeño niño parece totalmente ajeno a estos problemas. Bracea intentando tocar mi rostro y mueve la boca de tal manera que un hilillo de baba le cae por la barbilla.

—¿Hice lo correcto? — el bebé sonríe al verme mover los labios, y deja entrever sus diminutas encías desdentadas— Te merecías algo más… ¿Por qué nosotros sí, pero tú no? ¿Quiénes somos para privarte de vivir?

Mi voz se va haciendo más y más tenue, y el bebé de pronto comienza a hacer pucheros.

—Lo sé, pequeñín. Te he fallado. No podrás crecer, no podrás enamorarte ni ver el sol salir de entre las montañas. Yo… ¿Qué más podía hacer? — el bebé comienza a llorar, y un aterrador rugido resuena en las paredes escarchadas, espeluznantemente cerca—. Soy un idiota… Soy un absoluto idiota… Por mi culpa van a morir centenas de personas… Vas a morir tú, pequeñín. Pero… Ocultaban cosas, pequeñín. El líder, los consultores del amanecer… Sabían más de lo que pensaba que sabían.

Unas pisadas, esta vez sí. Reales. Pisadas apresuradas y poderosas. Pisadas de bestia.

El rugido me hace emitir un gemido de angustia, de lamento, y comienzo a llorar desesperado.

—Yo… Tenía un hermano, ¿Sabes, pequeñín? Y ahora… Ahora no tengo ninguno… Nada… Solo tú. No me dejarás, ¿Verdad?

El niño llora, grita, asustado. La bestia se aproxima, aullando de triunfo.

—Mi hermano fue… el primer niño luna… en ser entregado… Y tú serás el último, pequeñín. Ni uno más ¿Me oyes, pequeñín? Ni uno más.

El niño grita, su cuerpo pegado al mío. Sus ropas cubriendo su marca, su rastro.

La bestia aparece súbitamente, dejando ver su rostro peludo, sus colmillos. Grandes y aserrados. Inmensos.

Un rugido. Un llanto. Un grito. Pero, ¿De qué criatura procede cada uno?

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Sombra

Prefacio: Médula El pasillo era un pozo sin fondo. Un abismo horizontal, poblado por decenas de luces que simulaban ser ojos brillantes y expectantes. Ansiosos. La chica miró el pasadizo con aprensión, las piernas le temblaban levemente, y las manos se movían con nerviosismo sobre el pelo lacio a la altura de los hombros. Respiró hondo, consciente por primera vez de que estaba temblando sin querer, y con un mero pensamiento sus piernas dejaron el tembleque al instante. De hecho, sus piernas fueron el motivo por el que la chica se infundió de valor y comenzó a caminar por el alargado pasillo. Había pasado por el quirófano otras veces. De hecho, había pasado por el quirófano muchas veces. No debía sentirse preocupada, pues sabía que el médico que le iba a atender era un profesional en toda regla, y jamás dejaría que le sucediese nada. Sin embargo… No era eso lo que le perturbaba. Los accidentes iatrogénicos eran muy infrecuentes con las nuevas tecnologías, y, en realida

La estrella que no era una estrella

  Seré una estrella. Lo sé. Incluso en mi nacimiento, mientras el disco natal gira a una velocidad vertiginosa y las consciencias de mis hermanos se van consolidando entre la inconmensurable cantidad de materia, puedo sentir en mi interior la identidad de una estrella. Es lo que soy, lo que voy a ser. Todo el polvo y el gas gira en torno a mí, conformando mi cuerpo material. Voy sintiendo cómo la presión va compactando las partes más pequeñas de mi ser, confinándolas en una esfera que va creciendo en tamaño y densidad. Sonrío. Es muy hermoso ser consciente de cómo te vas convirtiendo en algo real. De cómo tu consciencia se va formando al mismo ritmo en que lo hace tu cuerpo. Pero todavía necesito más. Mucha más materia. Seré la estrella más grande y brillante que se haya visto jamás. Debo serlo. Y para ello necesito mucha más materia. Me contraigo en un gesto de emoción contenida. No puedo esperar a terminar de nacer, a poder iluminar con mi esfuerzo la eterna oscuridad de nuestr

Imperdonable

Como sé que este relato es bastante subjetivo y puede ser que no se entienda, abajo he puesto una explicación de lo que ocurre en esta historia: Hállome en la más inconcebible oscuridad, donde mi capacidad de pensamiento está limitada por estos fúnebres sentimientos cuya procedencia desconozco. En la oscuridad más densa e impenetrable, atisbo un rayo de luz. No me sorprendo. No es la primera vez que sucede. Hay veces incluso que aparecen varios haces de luz de manera simultánea. No puedo decir que me desplazo hacia allí, porque no sería correcto. Las tinieblas en las que habito no son un espacio, y por lo tanto el concepto de moverse no tiene sentido aquí. De igual forma, tampoco puedo hablar de que he estado mucho tiempo aquí confinado, sufriendo una tortura indescriptible, porque realmente no sé si aquí existe el tiempo. Lo único que sé es que tanto dolor se me hace eterno. La luz me envuelve en su halo, y me teletransporta a otro lugar. Sé a dónde me dirijo. Al principio creí qu