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Veinticuatro Horas

Empezó a llover justo en el momento en el que salí al jardín. El cielo presentaba un color ceniciento y ominoso y todo a mi alrededor parecía mustio, sin ganas de seguir viviendo. Yo, bendita sea mi ignorancia, no me di cuenta de la tensión y la tristeza que se respiraba en el ambiente. Aunque, para ser sinceros, nadie parecía darse cuenta. En cualquier caso, el hecho de que empezara a llover en ese momento, más que desasosiego me produjo contrariedad. Fruncí el ceño, airada y eché un rápido vistazo al interior de la cocina que se divisaba a través del cristal. Mi padre todavía leía el periódico y mi madre hablaba por teléfono... Creo recordar que con tía Mary, pero como era una niña, y no prestaba mucha atención a ese tipo de cosas, no puedo confirmarlo con seguridad. 
    Aprovechando que mis padres todavía se encontraban en la cocina, y que, al menos por el momento, no parecían tener intenciones de moverse de allí, bajé las escaleras del porche y mis pies alcanzaron la hierba en lo que se tarda en parpadear dos veces. Sabía que si me pillaban allí mientras llovía mis padres me echarían la bronca, sobre todo porque me habían advertido de que si empezaba a llover me metiera a casa. Pero yo acababa de salir, y me pareció injusto que empezara a llover justo en ese momento, así que cogí mis juguetes y empecé a jugar con ellos. 
    La lluvia no era demasiado intensa, pero pronto el jardín se embarró y mi pelo se empapó al cabo de veinte minutos. Debo reconocer que me olvidé completamente del hecho de que estaba lloviendo. Y sólo el ruido de alguien acercándose me sacó de mi ensimismamiento. Con rapidez, escondí los juguetes detrás de mi espalda y compuse mi mejor rostro de arrepentida, solo para darme cuenta a los pocos segundos de que la persona que permanecía allí de pie no eran mis padres.
    –¿Quién eres tú?– pregunté sin reparo alguno. Era, y sigo siendo, una chica muy directa.
El chico que me miraba no me respondió. Tenía una ropa sencilla, una camiseta negra y unos pantalones vaqueros. El cabello castaño le tapaba ligeramente los ojos pero sin llegar más allá de la nariz. Tenía la cabeza ligeramente agachada, como si se sintiera avergonzado, y tendría más o menos mi edad. Volví a preguntarle que quién era, y en vez de responderme levantó la cabeza y me miró con aquellos ojos negros como gotas de tinta. Ladeó ligeramente la cabeza y siguió observándome con curiosidad, como si fuera él el que no supiera lo que estaba haciendo yo allí.
    –Oye mira, no sé si te has perdido, pero este es nuestro césped. Así que dime lo que quieres o llamaré a la policía para que vengan a por ti.
    El niño no dijo ni una sola palabra. Yo, incómoda, traté de excusarme de la única forma que se me ocurrió:
    –Em… bueno… Debería irme, mis padres me reñirán si saben que he estado jugando bajo la lluvia.
Con un ágil movimiento me volteé hacia la puerta de mi casa y empecé a correr como una loca. Al cerrar la puerta detrás de mí, mis padres se sobresaltaron un poco.
    –¡Hija! ¿Qué sucede? – dijo mientras entraba empapando el suelo a mi paso. Mi padre arqueó las cejas al verme, en una señal de sorpresa. Mi madre se saltó ese paso y frunció directamente el entrecejo:
    –¡Jane! ¡Vas calada hasta los huesos! ¡¿Qué te hemos dicho de salir a jugar?!– dijo mi madre al tiempo que se cruzaba de brazos. En ese momento, el castigo de mi madre me asustaba más que el niño que acababa de ver, por eso lo utilicé de excusa para apaciguar los ánimos:
    –Es que había un niño en el jardín, mamá… He salido a decirle que se fuera, pero no me ha hecho caso. Mira, mira, todavía sigue ahí.
Dije al tiempo que levantaba el dedo para señalar al niño que estaba todavía fuera, mirándome fijamente con sus penetrantes ojos oscuros. Mi madre no mudó la expresión de su rostro, sino que su ceño se acentuó un poco más:
    –¡Jane, deja de decir mentiras! ¡Ahí no hay nadie!– exclamó mientras me cogía del brazo y me subía a rastras a mi habitación.
    Mi madre me bañó y después me encerró en mi cuarto, cálido y acogedor, advirtiéndome de que como saliera aquella noche, me quedaría sin cena durante toda la semana. Me tiré sobre la cama y enterré el rostro en la almohada, indignada, con un mohín en el rostro. Creo que me quedé durmiendo.
    No obstante, me desperté poco después, ya que por la ventana todavía se podía apreciar la tenue luz del sol, difuminada por las grises nubes que inundaban el firmamento. Me incorporé y me restregué la cara con cansancio. Pero cuando por fin me acostumbré a la luz, mis ojos se abrieron como platos y de mi garganta brotó un chillido de miedo y sorpresa. Mis padres subieron corriendo a mi cuarto. Me preguntaron que qué era lo que me sucedía, y yo, estupefacta, miré alternativamente a mis padres y al niño que de alguna forma había conseguido subir allí y que mis padres parecían ignorar deliberadamente. Abrí y cerré la boca un par de veces, incapaz de poder decir una sola palabra. Al final, conseguí articular:
    –E… El niño… Está en mi c-cuarto.
Mis padres giraron sobre sí mismos buscando al niño del que hablaba, pero no vieron nada a pesar de que se encontraba a un metro escaso de ellos.
    –Jane… ¿Te encuentras bien? 
    –Lo que le pasa es que se ha constipado por la lluvia y ahora se encuentra mal– dijo mi madre. Y aunque trataba de mantener una expresión seria, su voz delataba su preocupación.
    –¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo?– dijo mi padre, olvidando que estaba castigada. Mi madre lo miró de forma harto elocuente, y seguidamente se dirigió hacia mí:
    –¿Vas a volver a salir cuando esté lloviendo, Jane?
Negué enérgicamente, ansiosa por salir de aquella habitación y que me llevaran lejos de aquel niño que cada vez me daba más miedo. 
    Mis padres me sacaron de allí, pero aquel chico me seguía a dónde quiera que fuera. Cuando tuve que ir al baño, el chico se dio la vuelta con torpeza y se tapó los oídos. Me costó miccionar un rato, pero al final me hice a la idea de que aquel extraño no se iba a ir. Pensé que quizás mi madre tuviera razón y la mente me estuviera jugando una mala pasada, así que me fui a dormir, con la esperanza de que al día siguiente no hubiera nadie en mi cuarto.

    Me desperté al alba. Ya no llovía y el sol brillaba con un fulgor rocambolesco demasiado espectacular para tratarse de una hora tan temprana. Lo primero que hice al despertar fue sobresaltarme. Aquella vez no grité, si bien estaba más asustada que nunca. Miré al niño tratando de dilucidar por qué me pasaban aquellas cosas a mí.
    –H-hola… ¿Puedes oírme?– pregunté, temerosa.
El niño asintió con la cabeza.
    –¿Me puedes… d-decir quién e-eres?
El niño no respondió, pero ladeó la cabeza y la comisura de sus labios se tensó hacia abajo en un gesto de tristeza.
    –¿No puedes hablar?– esa vez mi voz sonó mucho más firme.
El niño negó con la cabeza.
    –¿Sólo puedes asentir y negar con la cabeza?
El niño asintió de nuevo.
Me quedé en la cama, pensativa. Pero por naturaleza siempre he sido muy curiosa, así que me pasé el resto del día haciéndole preguntas. La mayoría eran preguntas tontas, porque era una niña y no era plenamente consciente de la situación. Pero también le hice algunas preguntas algo más serias: “¿Me vas a hacer daño?” Negación. “¿Estás aquí por algo en concreto?” Asentimiento. “¿Te conozco de algo?” Asentimiento. Iba a preguntarle más cosas sobre de qué lo conocía cuando de pronto un grito ahogado se escuchó desde la cocina, seguido de unas voces angustiadas y un repentino movimiento en la casa. Bajé tan rápido como pude y pregunté que qué era lo que sucedía. Mis padres no fueron muy precisos con sus explicaciones, pero me obligaron a subir deprisa y corriendo al coche. Y no fue hasta que llegamos al hospital cuando me percaté de que todo el alboroto había sido porque tía Mary había tenido un accidente de camino a mi casa. Estuvo en estado crítico un par de horas, pero a las cuatro y media mi tía falleció.
    Estábamos todos tan derrotados cuando llegamos a casa, que ni me percaté de que el niño que me había estado siguiendo durante todo el día de ayer, había desaparecido.

    Crecí, y el niño del pelo castaño y los ojos negros no volvió a dar señales de vida. Cuando cumplí los dieciséis años, atribuí aquel extraño muchacho a los delirios de una niña enferma, al igual que habían hecho mis padres. Pero en el fondo de mi corazón sabía que conocía a aquel chico de algo, y deseaba poder volver a verlo para saber quién era en realidad. No obstante,  pasaban los días y yo no volví a saber nada de él, así que fui dejando que su recuerdo acumulara polvo en el inmenso palacio de mi memoria. Y justo cuando ya había dejado de pensar en él, el niño volvió a aparecer.
    Aunque no sería correcto decir que era un niño, porque en ese momento me encontré ante un joven de unos diecisiete o dieciocho años. Justo la edad que tenía yo. Me sacaba dos cabezas y su rostro había cambiado bastante, sus facciones eran más afiladas y su nariz ya no era chata. Tenía el pelo igual que la primera vez que lo vi, y sus ojos negros me miraron un segundo, antes de que bajase la cabeza como avergonzado, o arrepentido. Porque era él. Sin duda alguna. Podía haber crecido como yo, pero seguía habiendo algo en él que me sonaba y no terminaba de ubicar. Miré el reloj en ese preciso instante. Marcaba las ocho de la tarde. Yo me encontraba en mi cuarto haciendo un trabajo, pero lo dejé al instante para acercarme a él. Lo miré con recelo, pero el joven no respondió.
    –Has vuelto...– le dije–. ¿Por qué?
El chico no me respondió.
    –Vale… tengo que preguntarte esto otra vez… ¿Vienes a hacerme daño?
Negación.
    –Está bien… ¿Te importaría si… te hago algunas preguntas?
Negación. 
Me pasé toda la noche haciéndole preguntas para descubrir quién o qué era aquel ser, porque estaba claro que humano no era. “¿Eres un fantasma? Negación. “¿Eres un demonio?”  Negación. “¿Te conozco del colegio?” Negación. Traté de hacerle el mayor número de preguntas posibles, olvidando que tenía que estudiar para un examen, y me quedé toda la noche en vela y todo el día siguiente con él. Incluso me salté la comida solo por poder hacerle más preguntas a aquel chico. Pero por cada duda que me resolvía, me surgían veinte más. Finalmente, mis deducciones me llevaron a la siguiente pregunta:
    –¿Saben mis padres… quién eres tú?
El chico no respondió al principio, y cuando ya pensaba que no iba a hacer ningún gesto, asintió.
    –Pero… No pueden verte– en realidad era una afirmación, pero ladeé un poco la cabeza convirtiéndolo en una pregunta. El chico asintió.
   
    Mi mirada se posó sobre la ventana de mi cuarto en el preciso momento en el que el reloj marcaba las ocho de la tarde. De pronto, se escuchó el claxon de varios coches, seguido de varios gritos de alarma y un fuerte golpe que retumbó no solo en mis piernas, sino que también lo hizo en mi corazón. Me giré para mirar al chico que había estado allí conmigo hasta el momento, pero ya no estaba. Una vez más, había desaparecido. Una arruga de preocupación se instaló en mi frente, y una angustia irracional me atenazó el pecho. Bajé las escaleras corriendo, al tiempo que gritaba el nombre de mis padres.

    La muerte de mi padre supuso un duro golpe para mí. Dejé los estudios y estuve en un estado de depresión continua durante varios meses. Mi madre, destrozada también, fue el único apoyo con el que conté en aquellos duros momentos.Yo no había olvidado al extraño chico que había aparecido dos veces en mi vida, y ya nunca podría hacerlo. Porque me percaté, horrorizada, de que sólo aparecía cuando alguno de mis seres queridos estaba a 24 horas de morir… Se me apareció 3 veces más a lo largo de mi vida… Me quitó a mi tío, a mi madre y a mi abuelo. Yo temía a aquel ser y lo odiaba a partes iguales, y dejé de preguntarle nada. Cuando se me aparecía, trataba por todos los medios de evitar que nada malo pasara. Pero 24 horas más tarde exhalaban su último aliento sin que yo fuera capaz de hacer nada al respecto. Supongo que perdí un poco la cordura. Supongo que me obsesioné con buscar respuestas a mi “problema” y me aferré desesperadamente al único familiar que me quedaba con vida: mi abuela. No me separé de ella ni un solo momento.
    Un día, estábamos hablando en el salón cuando mi abuela comenzó a darme una perorata sobre los hermanos y los gemelos. Yo lo achaqué al programa de televisión porque había dos chicos que habían nacido el mismo día. Quizás, si hubiese prestado más atención, me habría dado cuenta de que la solución a mis dudas estaba mucho más cerca de lo que pensaba.
    Apareció cuando menos lo esperaba. Cuando ya estaba empezando a ser feliz otra vez, apareció. Le maldije y le escupí con furia hasta que me quedé hueca y destrozada. Como una cáscara vacía. Entonces me desplomé y lloré durante largas horas. Solo cuando quedaban 8 horas para la muerte de mi abuela, le pregunté:
    –¿Puedo evitarlo de alguna forma?
Negación.
Desesperada, corrí a la habitación de mi abuela y me quedé con ella todo el tiempo. Mi abuela me preguntó que por qué no me iba a dormir a mi cuarto, y yo le dije que aquella noche quería estar con ella. Nos acostamos juntas, y mi abuela se durmió casi al instante. Yo me quedé despierta toda la noche, incapaz de cerrar los ojos. Sobresaltándome ante cualquier ruido que pudiera escuchar. Mirando el reloj cada cinco segundos… A las 10 de la mañana no me lo podía creer… había ganado. Mi abuela seguía viva, y aquel horrible demonio había desaparecido. Había ganado.
    Zarandeé a mi abuela para que despertara y pudiéramos ir juntas a desayunar, pero mi abuela no se despertaba. Un poco asustada, la zarandée con un poco más de fuerza y diciendo su nombre. Acabé gritando sin contenerme el nombre de mi abuela. Aullando de dolor y apretándole los brazos con más fuerza de la estrictamente necesaria. Al final me caí al suelo y me quedé allí, con la mirada extraviada, gritando a viva voz, hasta que alguien, supongo que los vecinos, vinieron a por mí y me llevaron al hospital.

    Pasé el resto de mi vida rota. Aterrada. Incapaz de volver a ser la misma de antes. Me fui pudriendo poco a poco entre amargura y desesperación. Y tenía miedo. Mucho miedo, de que aquel ser volviera a aparecer y se presentara ante mí, cuando ya no me quedaba nada. Cuando solo quedaba yo. La gente empezó a hacer conjeturas sobre mí y sobre mi familia; que estábamos malditos, decían; que éramos unos pobres desgraciados. Quizás yo lo fuera. El resto de mi familia no merecía que pensaran eso de ellos. Pero en realidad todo eso ya no me importaba demasiado. Vivía encerrada en una burbuja, esperando a que llegara el momento en el que aquella criatura se apareciera ante mí y empezara la cuenta atrás de mi reloj de arena.
   
Y apareció. Y una vez más me ha pillado desprevenida. Al igual que yo, es un señor de edad considerable, con el pelo cano y ralo, las arrugas surcando su anciano rostro y sus ojos… sus ojos siguen siendo igual de oscuros. Y a mi me suenan de algo.
    Compongo una hosca expresión, de asco y repugnancia. De odio y de respeto, y voy hacia la cocina tan rápido como me permiten mis artríticas piernas. Del tercer cajón saco una pistola. Había estado esperando con ansias este momento. Lo miro con los ojos saliéndose de mis órbitas, con una demoníaca sonrisa en el rostro:
    –¿Qué? ¿No te esperabas esto? Esta vez no jugaré a tu macabro juego, asqueroso demonio. Acabaré con mi vida antes de que tú lo hagas.
El anciano niega con una tristeza infinita. Se le nota en la mirada que está terriblemente apesadumbrado. Poco a poco voy bajando la pistola de mi sien y lo miro detenidamente. Doy un par de vueltas a su alrededor, pensando en el motivo por el que esa persona me suena tanto. Y es en ese momento en el que un nombre me golpea con la magnitud de un terremoto:
    –¿Isaac?– digo con un leve tono de incredulidad. Jamás había conocido a ningún Isaac, pero por algún motivo lo conozco.
El espíritu asiente enérgicamente y abre los ojos sobremanera. Le brillan especialmente, quizás porque trata de decirme que es mi…
    –¿Hermano?
Por primera vez desde que lo conozco, el hombre sonríe, y de sus ojos comienzan a brotar amargas lágrimas. Y entonces lo comprendo todo. No es culpa suya. Ninguna de las muertes de mi familia fue por su culpa. Él solo aparecía en el momento en el que tenían que ocurrir. Y yo le había negado la palabra… le había odiado hasta la muerte… 
    Empiezo a llorar yo también, me tiemblan las piernas y las manos, pero hago un esfuerzo y me acerco a mi hermano. Con torpeza, alargo los brazos y rodeo al pobre anciano:
    –Isaac… hermano. Ya está… ya está. Perdóname. Ahora serás libre… seremos libres. Yo estaré contigo, Isaac. Siempre.

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