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El Abismo


Un escalofrío recorre mi columna cuando mis pies se detienen, algo trémulos, ante el imponente muro pétreo. Unas finas líneas de sudor enmarcan mi rostro, un conglomerado de rojo, fruto del frío invernal al que estoy sometida, y blanco por el miedo, pues aunque aún no he alzado la vista, sé lo que estoy a punto de intentar. Casi sin planteármelo, trago saliva una, dos veces, antes de inclinar con lentitud el cuello hacia atrás como si de una máquina se tratase. Lo inclino varios centímetros. Lo inclino hasta que mi vista se clava en el cielo grisáceo, donde la inmensa montaña se pierde en un baile místico con las nubes; Todo el color rojizo que me quedaba en la tez desaparece como agua por un desagüe. "No puedo hacerlo" Me digo a mí misma. "No puedo escalarla… ¡Es demasiado alta!" El aire gélido arrecia contra mi nívea piel, pero el frío que siento ahora mismo no tiene nada que ver con las condiciones atmosféricas. "¿Por qué estoy aquí?" Me pregunto angustiada, pero no es más que una pregunta retórica. Sé perfectamente por qué estoy aquí. Y si quiero escapar del lugar del que vengo tengo que subir. Tengo que escalar la montaña.

Al principio, trato de escalar siguiendo los consejos que me han dado: Inspira hondo, trata de pensar en cosas que te gusten, en momentos felices… Pero los rostros se empiezan a difuminar en meras sombras fluctuantes. Los consejos se mezclan en un amasijo de palabras sin sentido. Un crujido a mis pies me alerta de un peligro inminente, y con cuidado cambio la posición del pie a un saliente más seguro. La pared en la que apenas unos segundos antes había estado se desmorona con un ruido amenazador. La sangre se me congela en las venas y mis músculos, paralizados, se niegan a responder a mi voluntad. "Quiero bajar. No puedo, no puedo…" Pero conforme pasan los minutos mis músculos se van relajando, y, finalmente, soy capaz de abrir los ojos, que había tenido cerrados con fuerza hasta ahora. El susurro de la montaña suena lejano y escalofriante como una velada amenaza. Trago saliva una vez más antes de proseguir mi ascenso con manos temblorosas.

Nadie me dijo que esto sería tan duro… No debo llevar mucho tiempo aquí, y, sin embargo siento que voy a desfallecer. Siento agujas en los brazos y el sudor empapa mi frente dificultándome en ocasiones la visión. Mi respiración, rápida y entrecortada, se va haciendo cada vez más débil y el pecho me empieza a arder. No dudo en parar en cuanto un llano me lo permite.

Allí, tirada sobre la nieve y viendo la escasa distancia que me separa del suelo, exhausta y humillada, comprendo que no soy capaz. No tengo la capacidad ni la fuerza de hacer una proeza de tamañas dimensiones. En el fondo lo sabía. Siempre he sabido que era más una carga que una ayuda. Pero a todos nos gusta pensar lo contrario, ¿no? ¿Y qué haces cuando eres una carga para todos?...

La montaña empieza a temblar notoriamente sin previo aviso. El hielo de las paredes cruje y se estremece y una ráfaga de aire gélido envuelve mi cuerpo en una manta de nieve que no trato de quitarme de encima. Dicen que al morir de frío los músculos de la cara se contraen en una sonrisa. Quizás no sea tan malo morir después de todo.

Siento que mi cuerpo va apagándose poco a poco y mi piel agradece, aliviada, el dejar de ser mordida por los implacables bocados del frío. Qué sueño me ha entrado de repente… Se está tan cómodo aquí, enterrada entre esta nieve tan calentita…

Unas manos grandes y peludas me sacan de la nieve con agresividad, y mi cuerpo sale despedido como si fuera un muñeco de trapo. Aterrizo unos metros por delante de mi agresor, con los ojos desorbitados y el corazón latiendo en mi pecho como si fuera un timbal. Rápidamente, me apresuro a incorporarme y, sin tan siquiera mirar a mi atacante, echo a correr todo lo que mi cuerpo, algo rollizo, me permite. Pero la planicie en la que estaba no era demasiado extensa, y pronto me veo acorralada por un ser grande, de pelaje blanco y rasgos humanoides que grita con el rostro enrojecido.

Desesperada, trato de buscar una salida en todas direcciones, pero solo hay nieve y una inamovible pared de hielo a mis espaldas. El yeti se acerca, agitando sus brazos como un energúmeno mientras la nieve va crujiendo a su paso. Solo hay una salida. Lo sé.

Con un estremecimiento me encaro al muro de hielo y comienzo el ascenso de nuevo. El yeti no trata de seguirme. De hecho, parece ahora más tranquilo y apacible, y con el rostro descongestionado no parece tanto un simio. Pero a pesar de la aparente tranquilidad, el ser sigue gritando a viva voz. Al principio trato de huir lo más rápido posible de él, pero conforme me alejo y sus chillidos se van atenuando entre los murmullos del viento, la voz del yeti se vuelve más rítmica y compleja… Casi como… si me estuviera hablando. Y cuando su voz no es más que un leve silbido que se funde entre la niebla, entonces soy capaz de entender lo que dice: “No pares aquí… Has de subir… Subir… No te pares nunca…” Aunque para entonces se escucha tan levemente que ya no sé si realmente es la voz del yeti o es un producto de mi mente… Soy incapaz de dilucidarlo, pero aun así sigo subiendo. De todas maneras no puedo hacer mucho más.


Un brazo, tras otro brazo. Una pierna tras otra pierna. La respiración exageradamente alterada, las mejillas tan arreboladas que aparentan el color de la sangre. Y mientras todo mi cuerpo suplica piedad por un descanso, de mis ojos comienzan a brotar amargas lágrimas de dolor, de frustración y de tristeza. ¿Por qué estoy haciendo esto? Me pregunto por enésima vez. Pero la respuesta parece tan lejana como la cumbre que estoy tratando de alcanzar. ¿De verdad se puede subir a lo alto de la montaña?… Ni siquiera se ve hasta dónde llega…”

Los brazos me pesan. Me cuesta cada vez más levantar el pecho y el aire, cada vez menos oxigenado, me incita a cerrar los ojos y tirarme al vacío. Sin saber muy bien cómo, me he sumergido en un trance y mis extremidades se alzan una y otra vez, prácticamente solas, en un movimiento mecánico gracias al cual estoy ascendiendo. Pero no puedo decir lo mismo de mi visión. Los párpados son dos compuertas de acero, se van cerrando lentamente mientras mi yo interno chilla aterrorizado. “¡No te duermas, estúpida, o te caerás!” Pero las formas son cada vez más y más borrosas y los sonidos se atenúan hasta casi convertirse en un silencio sepulcral. Casi. Porque en la desesperación por no quedarme durmiendo empiezo a escuchar un sonido. Un sonido que no tiene nada que ver con los gritos del yeti. Son casi como ondulaciones del aire, del silbido que realiza el viento al chocar contra el muro helado. Al principio no le doy importancia, pero conforme avanzo, esas oscilaciones ininteligibles se convierten en voces. Voces de viento y cuchillas. Voces penetrantes. Voces de miedo, de fracaso, de odio.

“Muérete” “Ojalá te caigas de una vez” “Eres una inútil” “Nunca podrás llegar a la cima” “Tiene un problema… pobrecilla, no os metáis con ella” “Me compadezco de ti” “Tienes que pasar página de una vez”

Las lágrimas se agolpan en mis ojos de manera progresiva, y siento la cabeza a punto de estallar. Tienen razón. No soy quién… para seguir con esto. No soy nada. ¿Qué soy en comparación con esta montaña? ¿Qué es mi vida en comparación con la inmensidad del universo? ¿Qué soy yo? Nada. Nada es lo que soy. Nada tratando de perdurar en el tiempo. Nada nadando sola. Siempre sola, intentando creer que no lo estoy. Pero lo estoy. Todos lo estamos. En un intento desesperado por… ¿Por qué? ¿Por sobrevivir unos cuantos miles de años más?

¿Por qué estoy escalando esta montaña?... Y esta vez no es ninguna pregunta retórica. El mundo a mi alrededor se vuelve oscuro, y el hielo comienza a agrietarse, dejando entrever una sustancia negra y viscosa saliendo de las profundidades de la piedra. Poco a poco el hielo se va tiñendo de la sustancia, y la montaña comienza a rugir y a temblar violentamente. Estoy amarrada a las paredes, pero no trato de encontrar un saliente seguro. Las sacudidas son cada vez más violentas, las rocas y desprendimientos están cada vez más cercanos a la formación de un alud, pero yo ya no me muevo. Simplemente espero a que mi cuerpo desfallezca y caiga al vacío eterno de una vez.

Finalmente, una de las sacudidas me despega de la pared y me lanza volando por los aires. Siento el frío viento mordiendo, lacerando mi piel. La adrenalina rebotando en mis venas conforme me precipito a la nada. A donde debería estar. Pero la caída dura menos de lo que me espero.

El golpe contra el suelo es seco y muy, muy doloroso, y mi mente comienza a tambalearse de la misma forma que la montaña…


Despierto en una especie de cueva aislada. Magullada y dolorida. Tengo las muñecas en carne viva, y las piernas y parte del pecho tienen moretones inmensos. El dolor recorre mi cuerpo como una flecha de arriba abajo, pero me levanto. No sé dónde estoy, pero lo que está claro es que no llegué a caer al suelo. Al parecer aterricé en un saliente de la montaña.

Con paso parsimonioso, comienzo a moverme al interior de la cueva. En un momento dado, mis tripas rugen de manera escandalosa, pero la verdad es que no siento ganas algunas de comer nada. Me siento apática y sin energías para hacer nada. Pero hago un esfuerzo por moverme… Por seguir andando. La cueva se ensancha al cabo de un rato es una especie de caverna grande con un lago en el centro. El agua de la charca es muy, muy pulcra y cristalina, y de ella surgen halos de vapor que se entrelazan en el aire. En medio del lago, una roca sobresale, altiva, y sobre ella, parece que hay una especie de fruta.

Intrigada, meto un pie en el agua, y aunque al principio me aparto por la extrema temperatura, acabo por introducirme entera, disfrutando de la calidez de las aguas. Al llegar al centro del lago, examino con detenimiento lo que se encuentra encima de la roca. Es una fruta extraña, pero de una forma u otra sé que es una fruta. Tiene forma redondeada y está achatada por los polos, como un paraguayo, pero está dura y no desprende olor alguno. Tiene el color de la sal y casi me pide a gritos que me la coma.

Así que, sin pensar, la abrazo contra mi pecho y con ella me sumerjo en la cálida piscina. Así, bajo el agua, comienzo a mordisquear la fruta con cuidado. Está amarga y tiene un sabor nauseabundo, pero me siento en la obligación de seguir comiendo. Cuando termino, emerjo con el torso desnudo, mirando a mi alrededor. Al principio sigo nadando en la piscina mientras mis dedos se arrugan y mi pecho agradece el calor, pero poco a poco algo va sucediendo.

Los contornos a mi alrededor se desdibujan. El agua pasa de estar caliente a tibia, y luego, es como si dejase de estar en el agua. Las rocas, el suelo, todo a mi alrededor se difumina, y una especie de niebla comienza a tragarse todo a mi alrededor. Al final, solo estoy yo. Yo, rodeada de una bruma blanquecina, desnuda como dios me trajo al mundo, inerte como un vegetal, incapaz de pensar en nada. Tengo la boca seca, me siento muy cansada. La cabeza me da vueltas y, por alguna extraña razón, me encuentro hambrienta. Pero, de alguna forma, siento una extraña paz. Las heridas de mi cuerpo comienzan a sanar lentamente, y al cabo de un tiempo dejo de sentirme embotada para dejar de sentir casi nada.

Los contornos de la cueva se vuelven a hacer visibles, dibujándose de nuevo, pero el lago ya no se encuentra donde estaba. La fruta también ha desaparecido… La montaña. Debo seguir subiendo. Por eso estoy aquí.


Volver a ver el muro de hielo me produce una aprehensión indescriptible. Lo miro angustiada con una mueca en el rostro. Pero mis brazos se levantan y, con un esfuerzo, consigo poner una mano detrás de la otra. Las nubes me rodean allá donde vaya, y soy incapaz de ver nada un palmo más allá de mis narices. Pero sigo subiendo. Es lo que debo hacer… ¿Verdad?

El siguiente descanso lo encuentro pronto, sin embargo. Me encuentro en un saliente muy liso y aplanado, curioso lugar a esta altura, la verdad. Pero la desgracia me atraviesa el alma cuando me doy cuenta de que me va a ser imposible seguir escalando la montaña. Y no es que no quiera o no pueda ver la cima. Se trata, simplemente, de que soy físicamente incapaz de hacerlo. A partir de este saliente, la montaña adquiere una inclinación totalmente vertical, y sin ni un solo borde al que agarrarse para seguir escalando, como si a partir de este punto la montaña se convirtiese en un prisma inmenso. No me lo puedo creer… Después de tantísimo esfuerzo… ¿Voy a tener que abandonar aquí?

Con la angustia trepanando mi pecho, camino por la superficie lisa del saliente buscando alguna forma de seguir escalando la montaña. A pesar de lo que parece, esta superficie es muy grande. tanto que creo que no voy a ser capaz de recordar el camino de vuelta, aunque poco importa eso, en realidad. No importa desde dónde escale la montaña. Lo único que importa es subir.

Finalmente, un extraño sonido me hace levantar la vista… Y lo que veo me deja con la boca abierta. En el lateral de la montaña, caminando sobre la lisa e impoluta superficie de hielo, que de tan prismático y perfecto semeja cristal, con una inclinación absurda e imposible, una manada de seres camina como si estuviesen en horizontal. Son grandes, del tamaño y forma de unos rinocerontes, de todos los colores posibles. y sus ojos desprenden chorros intensos de luz. Las criaturas parecen ajenas a mí, pero todo mi cuerpo empieza a temblar de golpe. Asustada, me intento esconder de estas criaturas que, sin saber muy bien por qué, me aterrorizan sobremanera, pero resulta inútil, porque no hay salientes en esta superficie que llevo rato pisando.

De pronto, un resoplido a mis espaldas hace que la sangre se me hiele en el cuerpo y que mis ojos se abran como dos capullos al llegar la primavera. Me giro con lentitud, mientras simultáneamente retrocedo con cuidado, intuyendo lo que sucede. El animal me observa con sus chorros de luz apuntando directos a mi cuerpo, de manera acusadora. El ser es de color rojo, pero parece muy viejo e inmensas cicatrices surcan su cuerpo macizo. Trozos de carne se le caen a pedazos, aunque el imponente ser no parece ni inmutarse, y tanto en su lomo como en su trasero, unas manchas granates y brillantes empapan su piel. A diferencia del resto de los de su especie, este es muy aterrador. Mucho más que nada que haya visto hasta ahora, y mis sentimientos parecen mariposas tratando de escapar a la fuerza de un vendaval. Tengo ganas de llorar, de golpearme, de arrancarme los pelos de cuajo, de tirarme por el barranco y morir, morir, morir… Morir…

Un nuevo resoplido del animal hace que abra los ojos de nuevo, que sin saber cómo había cerrado con mucha fuerza. Siento el sabor ferroso de la sangre por haberme mordido el labio inferior, pero apenas me importa ya. El animal me mira con sus haces de luz, pero no parece que me acuse. No parece que tenga intención alguna de atacarme. Acerca su hocico, grande y redondeado, a mi cuerpo, y, aunque al principio me quedo paralizada, al final alargo la mano y lo acaricio con cuidado.

De mis ojos brotan lágrimas. Lágrimas de muchas emociones que recorren mi cuerpo y necesitan escapar de alguna forma. De recuerdos… De por qué estoy aquí.

Con cuidado me subo al lomo del animal, las manchas granates desaparecen casi en el momento que me siento, y el ser ruge de manera satisfactoria. Así, agarrado al lomo del animal, comienzo a subir la montaña de nuevo. Para él, escalar en vertical es igual de sencillo que caminar en horizontal, y junto con él escalo la superficie límpida de la montaña para llegar a la cumbre.


El animal me deposita en un nuevo saliente, al pie de unas escaleras que se pierden entre halos de luces fluctuantes y auroras de colores. Con cariño, acaricio el hocico del animal y le doy las gracias por su ayuda. Y sin volver la vista atrás, comienzo a subir las escaleras. Un paso tras otro. Conforme subo, las escaleras de hielo puro comienzan a aclararse más y más, hasta hacerse completamente transparentes. Si me fijase, me sorprendería descubrir que apenas puedo diferenciar las aristas de las escaleras. Pero no me fijo. Solo me fijo en la cima. Tan cerca. Tan lejos.

Una vez más, la culpa envenena mis pensamientos, pero esta vez es diferente. Esta vez me siento en calma. No hay tormentas en mi interior, no hay duelos ni batallas. Soy yo. La cima y yo.

Las escaleras desaparecen, y yo sigo subiendo. Subiendo por el entramado de colores y formas, hasta que mis pies se detienen por fin. La cima.

La cima.

Ahora que estoy aquí, no sé cómo debo sentirme. Confusa, supongo. Asustada.


Pero, a pesar de eso, sonrío. Lo he conseguido. Estoy aquí… Lo he conseguido…

“Vine aquí, porque era lo que vosotros queríais que hiciera. Lo hice porque os lo debía a vosotros… Porque sé que no me habríais culpado de nada. Que me habríais abrazado y me habríais dicho que dejara de llorar. Pero yo sabía la verdad. Y aunque jamás lo hubierais admitido, la culpa era mía. Mía y solo mía. Y no me podía perdonar, ¿sabéis? ¿Cómo podía después de lo que había hecho? ¿Cómo podía importarme nada después de eso?...

Pero en el fondo sabía que esto no era lo que vosotros queríais. Que debía encontrar… La manera de cruzar esta montaña. Os prometo que voy a ser feliz por vosotros, que voy a volver a vivir y a disfrutar la vida…”

Las lágrimas empapan mi rostro y mi piel lacerada, pero apenas soy consciente de eso. No los puedo ver, ni oír, pero… de alguna manera, siento que me perdonan. Que nunca se enfadaron conmigo. Que me piden perdón porque haya tenido que pasar por esto.

"Os echo de menos. Siempre os echaré de menos. Pero no os preocupéis más por mí. Estoy bien. He llegado a la cima. Me he perdonado al fin"

 Y, con una sonrisa en el rostro, deposito con infinito cariño un ramo de flores en cada una de las dos lápidas antes de tomar el camino de regreso a casa.

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