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Los Ojos de la Esfinge



La esfinge se levantó. Se desperezó, lamió sus patas y miró. Miró como en el horizonte unas pequeñas motas negras se acercaban a ella. Calculó que debían estar a al menos tres días de distancia, según la marcha que llevaran, y según las inclemencias del tiempo del desierto. Así que la esfinge esperó. En sus ojos negros cerrados ardía, reluciente, la luz de un sentimiento que creía haber enterrado hace mucho, y por el cual ella estaba allí, por el cual se estaba convirtiendo en una roca más. La esfinge miró, miró las motitas negras. Pero también miró la interminable llanura del desierto. Su hogar y su prisión. Pero la esfinge no sintió odio, porque ella eligió estar allí, y era su deber permanecer allí. Sin embargo...

...Sin embargo, a veces soñaba con poder volver a abrir sus alas y volar. Volar con las demás esfinges, y vivir. También deseaba vivir. Contempló sus patas, de un color amarillento, provocado por la arena. Al igual que su piel, que dejó de ser suave y blanca para convertirse en un manto áspero fácilmente confundible con una roca. Una roca hermosa y bien pulida, pero una roca, al fin y al cabo. La esfinge no podía mirarse las alas. No necesitaba verlas, porque sabía como iban a estar sin necesidad de darse la vuelta. Pero no las quería mirar. No quería porque a pesar de que ya sabía a lo que se enfrentaría si mirara, mientras no las viera todavía latía en ella un hálito... un ínfimo hálito de esperanza.

La esfinge perdió la noción del tiempo, y pasaron tres días sin que apenas se diera cuenta, porque en fin, ¿Qué son tres días para una criatura inmortal?

Lo que antes eran motas se convirtieron en tres criaturas. La esfinge lo sabía, las había visto con claridad horas después de avistarlos como motas. También sabía lo que eran. En los últimos siglos, eran las únicas criaturas que se atrevían a viajar allí:

–Humanos– preguntó. En su voz latía la arena, la belleza y la letalidad del desierto–. ¿Qué queréis?

Las criaturas se removieron, incómodas ante su voz. La esfinge no se sorprendió en absoluto. Tampoco le impresionó el hecho de descubrir la incertidumbre en sus corazones. Al fin y al cabo eran humanos.

–¿Q-qué er-res tú?– preguntó uno de ellos. Su voz temblaba.
–Soy una esfinge.

Los humanos guardaron silencio durante unos minutos. Dudaron. Titubearon. Y finalmente preguntaron:

–¿Sabes... sabes dónde se encuentra el tesoro?– preguntó. Su voz, empañada en deseo, tembló menos.
–Lo sé.
–¿Y podría decirnos... cómo llegar hasta él?– preguntó otro. En su corazón brillaba una esquirla de maldad.
–Puedo. Pero no lo haré. No a menos que completéis mi enigma. Los humanos callaron. Dos se miraban entre ellos. Uno la miraba a ella.
–¿Por qué tienes los ojos cerrados?– dijo el tercero, y la esfinge vio su corazón como si se tratara de un libro abierto.
–Porque puedo ver sin necesidad de abrirlos.
–¿Por qué tienes ojos, pues?

La esfinge agachó la cabeza, dirigió sus párpados cerrados hacia aquel humano. Lo miró y pensó:

–Porque una vez se me permitió usarlos todos los días.

El hombre calló. Pensó. Y en su corazón latió la duda.

–¿Cómo te llamas?– le preguntó mientras ladeaba la cabeza.

La esfinge no respondió enseguida. Su nombre... Tenía un nombre. Recordaba haberlo tenido. Pero hacía tantísimo que nadie le preguntaba por él...

–Sphinx. Mi nombre es Sphinx.





El humano le hizo más preguntas. Y la esfinge las respondió. Nada le impedía hacerlo. Las otras dos criaturas situaron una base cerca, y allí se asentaron durante algún tiempo. Todos los días el tercer hombre se acercaba y le hacía preguntas, hasta bien entrada la noche. A la esfinge no le importaba, porque de todas formas no dormía. No lo necesitaba. Pasaron días. Semanas. Y los otros dos hombres se empezaron a impacientar. Un día se plantaron ante la esfinge, y le exigieron que les dejara ver el tesoro. La esfinge ladeó la cabeza. Los miró con los ojos cerrados. Y sin esperar nada más, comenzó su letanía, su enigma. Lo dijo alto y claro, y en su voz se distinguió una velada amenaza, sutil pero visible, como una tormenta de arena. No lo repitió. No hacía falta. Si respondían correctamente, sus palabras resonarían en sus corazones por siempre, pero no en sus bocas, porque nadie podía pronunciar el enigma de la esfinge.

Los hombres callaron, pensaron, y finalmente preguntaron:

–¿Que ocurrirá si no respondemos?– preguntó uno de ellos. Su voz ya no temblaba.
–Nada. Vosotros seguiréis vuestro camino. Y yo me quedaré aquí.
–Y... ¿Qué ocurrirá si respondemos mal?– preguntó el segundo.
–Que os mataré– la voz de la esfinge ya no denotaba amenaza. La amenaza ya había sido dada en el enigma. Simplemente constataba un hecho.

Los hombres callaron, pensaron, se fueron.

A la esfinge no le pasó desapercibida su intención cuando se marcharon. Pero no actuaría hasta que esa intención se convirtiera en acto. No deseó que no lo hicieran, pero tampoco que lo hicieran. Estaba allí como guardiana.

Los dos hombres lo hicieron. Cuando el tercero se marchó a dormir tras uno de sus interrogatorios, los otros dos se levantaron a hurtadillas y trataron de bordear la esfinge, y la esfinge esperó. Esperó a que cruzaran el límite, o a que no lo hicieran. Por desgracia para ellos, lo hicieron.

La esfinge se levantó sobre sus patas. Los miró con los ojos cerrados, y los hombres, aterrorizados de pronto, se pusieron a llorar. Las esfinge levantó una pata, y les aplastó las piernas como si de arena se tratara. Los dejó agonizar, impasible ante sus ruegos. Ignorando sus preguntas. Porque la esfinge sólo responde a los vivos; Tardaron dos días en morir.

El tercer hombre siguió yendo a hacerle preguntas mucho tiempo. Mucho tiempo para un ser humano, claro. Notó la ausencia de sus compañeros, y preguntó. Y la esfinge respondió. Respondió sin amenaza, respondió como lo había hecho con las otras preguntas. Y el hombre asintió, como solía hacer cuando una respuesta le satisfacía.

Pasó el tiempo, y un día el hombre se acercó y la esfinge leyó su determinación:

–Sphinx... eres hermosa.

La esfinge ladeó la cabeza, lo miró. Si hubiese tenido los ojos abiertos, en ellos habría brillado una inmensa tristeza.

–Yo...– el humano inspiró. Tragó saliva. La esfinge hizo algo inusual: intercedió antes de que hablara.
–Humano. Sabes que eso no es posible. Nada podría unir mi alma a la tuya. Nada, salvo una cosa. No te puedo dar lo que quieres, porque he de permanecer aquí. Pero hay algo que puede servir como compensación. Sabes qué es.

El humano titubeó. La esfinge creyó que vería cambiar de color su corazón. Pero la esfinge se equivocó. Y por primera vez en mucho tiempo, se sorprendió; Su rostro no reflejó la más mínima expresión.

El hombre alzó la cabeza, sonrió, le pidió amablemente que pronunciara el enigma. Y la esfinge lo pronunció. Con la misma amenaza velada tras su voz.




El humano pensó, pero poco tiempo. Simplemente fue un breve titubeo, algo típico en humanos.

–La respuesta a tu enigma... Eres tú, Sphinx.

La esfinge no respondió. Se alzó con elegancia. Dejó que el humano la contemplara; Había acertado el enigma.

–Has acertado, humano.

Y tras sacudirse la arena del lomo, se arrodilló frente a aquel ser humano, y por primera vez en mucho tiempo, abrió los ojos. Mucho tiempo para una esfinge, claro.

El humano abrió mucho los ojos, y miró. Miró la belleza de los ojos de la esfinge, una paz le recorrió el cuerpo y aligeró su alma. No se percató de que de sus mejillas estaban empapadas en lágrimas de felicidad. En aquel momento, sólo esos ojos le importaban. Y así había de ser.

–No hay nada dentro de la pirámide, ¿Verdad?– preguntó el humano cuando la esfinge, por fin, cerró los ojos.
–Lo hay. Hay un tesoro. Has acertado el enigma, así que si lo quieres, también es tuyo.
–¿Qué será de ti si me quedo el tesoro?– La preocupación en el corazón del joven no sorprendió a la esfinge. Ya no.
–Me iré.
–¿Te gustaría... te gustaría irte?

La esfinge esperaba esa pregunta. Pero no tenía respuesta para ella. Así que se acercó al hombre y, una vez más, abrió los ojos. Y el hombre vio la duda en el corazón de la esfinge, y supo que ya no podría hacer nada más por ella. La esfinge percibió su tristeza y su preocupación. Y sin saber muy bien por qué, la esfinge abrió los ojos de nuevo, y sonrió:

–Me has dado tu tesoro más valioso tres veces, Sphinx, y yo solo te he respondido una vez.

La esfinge no dijo nada, no borró su sonrisa. Y el corazón de aquel hombre aligeró su tristeza.

El humano se marchó, y ya no regresó. Pero la esfinge podía ver, y sabía que aquel hombre no la olvidaría nunca. Nunca olvidaría los ojos de la esfinge. Aunque, y ella lo sabía, no la iba a olvidar únicamente por eso.


La esfinge... Sphinx, sintió como el último aliento de vida que le quedaba al hombre que acertó el enigma se apagaba. Y sintió como una parte de su alma moría con él. La esfinge se levantó, miró hacia atrás: Sus alas, una inefable burla a lo que había sido antaño, yacían mustias sobre su lomo, llenas de arena, amarillas, inservibles. Pero no le importaba. Ya no. La esfinge abrió sus ojos al Sol, al desierto, y lloró. Y sus lágrimas estaban cargadas de tantas emociones que de las lágrimas surgió un oasis inmenso.

Y finalmente se sentó sobre sus patas. Bostezó. Cerró sus ojos y miró. Miró con los ojos cerrados. Miró... porque no podía hacer más.

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