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Destino o Casualidad

Nota para quien la quiera: La letra en negrita representa una persona, mientras que la letra en cursiva es otra persona totalmente diferente.
Nota 2: La historia está basada en la canción de Melendi con el mismo título que este relato.




Eternamente muerto. Esas palabras resuenan en mi cabeza una y otra vez. No importa lo mucho que trabaje, lo mucho que trate de dormir para alejarme de esas dos palabras que me están causando tantos problemas. Siempre regresan, como un insecto molesto que no puedes aplastar por tu imposibilidad de verlo, y que zumba en tu oído de manera ruidosa y frustrante. Y me pregunto, ¿Cómo es posible que yo, indiscutible defensor de la inmortalidad desde su descubrimiento, y principal pionero de la misma, pueda tener la letra de esa canción…? No. ¿Cómo es posible que esas dos palabras hayan podido quedarse tanto tiempo y estén causando tantos problemas? No a la hora del trabajo. No pienso permitir que influyan hasta tal punto, pero desde que las escuché… desde que lo hice no puedo dejar de pensar en ello. Y no es que me importe, es simplemente un ligero desasosiego, ya digo, como un insecto molesto. Resignado, me levanto y accedo a coger la dichosa maquinita, culpable de que haya escuchado esas palabras, como una ventana que dejas abierta, permitiendo así la entrada de los mosquitos. Me pongo los auriculares, pensando en lo muy obsoletos que se quedaron estos aparatos, y comienzo a reproducir la canción, con la pésima calidad que puede ofrecer esta máquina grande e ineficiente. Y aun así… aun así la letra me vuelve a atrapar en la fascinación. Está a punto de llegar el momento en que dice esos vocablos cuando alguien toca a la puerta. Suspiro, aguardo un segundo, me apresuro a abrir:
    –¿Qué quieres?– pregunto sin contemplaciones. Muy atrás quedaron las formalidades, la calidez en el trato. Un precio razonable por un avance tan grande.
    –Hemos pillado a otro esta mañana– me dice un hombre de traje negro, pelo ralo y castaño, de una apariencia juvenil y nariz respingona. Yo, sin embargo, no me dejo amilanar por sus rasgos físicos. Sé que tiene más de cien años.
    –¿A qué has venido?– pregunto cortantemente. No me gustan los rodeos.
    –Tienes que volver. La situación se está descontrolando.
    –Y lo haré. Simplemente estoy teniendo unos malos días– respondo, mi voz es una lámina de acero.
El hombre me mira con unos ojos verdes escrutadores, impasibles, muertos:
    –Sabes tan bien como yo que eso no son más que cuentos. Lo sé yo, y lo sabes tú. Creo que faltas a tus principios al no venir al trabajo por haber encontrado esas viejas cosas de tu padre.
Aunque no me pueda ver, sé que mis ojos castaños presentan una mirada tan amenazadora como la suya:
    –Deja de quejarte, Ilan. Han habido seis casos, en el último mes. Seis. Apenas hay trabajo. Y la manera en que me afecte el haber encontrado las antiguas pertenencias de mi difunto padre no te conciernen. Te recomiendo que cierres la boca.
El llamado Ilan calla, pero no baja la mirada. Finalmente da media vuelta y pregunta:
    –¿Quizás es que, precisamente tú... estás infectado?– su voz es apenas un susurro amenazador. Veo su sonrisa aunque no le vea el rostro.
No me molesto en responder. Sé que me está provocando. Sé que confirmaré sus sospechas si respondo. Y sé que me da igual lo que piense, así que con eso me dejo claro a mi mismo que no estoy infectado. No necesito que él lo sepa. Cierro la puerta y me dirijo a la habitación. Me tumbo en la cama, blanca, impoluta. Y me coloco los auriculares mientras miro el techo blanco, impoluto.


Con un suspiro acudo presta, a la llamada. Intento borrar de mi mente cualquier rastro de esta molestia que me recorre desde que pisé este lugar, pero el olor a cuero viejo y a suero hace que solo consiga molestarme más. Quisiera irme de aquí.
Cuando finalmente me planto ante la persona que me ha llamado, hago un esfuerzo enorme por no dibujar una mueca de asco en mi rostro. "Cuánto antes empiece, antes acabaré". Me digo a mi misma. Esa perspectiva hace que consiga mi objetivo de borrar cualquier emoción de mi rostro. La miro largamente. No hace falta que pregunte, sabe que estoy aguardando. Y sabe que no preguntaré. Por eso calla lo máximo que puede:
    –Necesito ir al baño– me dice finalmente. Su voz está cargada de odio.
Cojo la silla de ruedas y la empujo con lentitud hacia el cuarto de baño, intentando no tocar demasiado la silla.
    –Un poco más rápido, por favor– intenta mantener la voz firme, pero noto la vacilación en su tono. Esbozo una media sonrisa. Tarda lo suyo en volverme a pedir que la lleve de vuelta, y creo que lo hace a propósito. Supongo que me odia tanto como yo la odio a ella. Y a pesar de que la única vez que ella pudo escuchar mi voz fue cuando me presenté, semanas atrás, ella continúa hablando conmigo cada día como si fuéramos amigas o enemigas o algo así. Esta vez no es diferente. Al llegar a la sala común, donde otras personas de muy avanzada edad languidecen en sus sillas de ruedas y en sus sillones, junto con los jóvenes impuestos por haber cometido infracciones contra la ley, ella me dirige la palabra. A pesar de todo, me impresiona reconocer que todavía tiene fuerza en la voz. Para ser una vieja, claro:
    –No lo entiendo– me dice. Pongo los ojos en blanco–. Si tanto asco me tienes, ¿Por qué sigues viniendo todos los días?
Quizás en otras circunstancias no habría respondido. He estado callando desde que le dije mi nombre. Quizás si el olor a pergamino y a cuero no impregnara la estancia, habría permanecido en silencio. Pero todo esto me saca de mis casillas:
    –No te importa, vieja infecta– es mi respuesta, cargada de desprecio.
Me alegro al comprobar que ha palidecido, y permanezco inmóvil mientras escucho como la señora emite un ruido extraño y gutural que nunca le había oído hacer. Mi sonrisa se transforma en mueca cuando me percato de que es una risa.
    –Ay, pobre niña– me dice. La compasión en su voz hace que mi rostro se contraiga en un rictus de rabia–. Bueno... "niña" ¿Qué tienes? ¿200? ¿300 años? Como mucho es posible que tengas 350.
Aprieto los puños. No contesto.
    –Ay, niña mía– calla un momento. Sonríe–. ¿Sabes lo que significa tu nombre, Amy?
No respondo. Mis nudillos se están tornando de un blanco lechoso.
    –Tu nombre, Amy, proviene del latín y significa "La que es amada"
    –El latín es una lengua muerta. Y tu también lo estarás por tu negligencia y estupidez– le espeto. Al hacerlo escupo, incapaz de controlar mi furia. ¿Cómo se atreve a decirme eso? Ella ríe de nuevo.
    –El latín, niña mía, está vivo en nuestra lengua. Del mismo modo que yo estoy viva en mi hija, aunque llegue a morir algún día.
Nadie se esperaba el golpe, ni siquiera yo. Me miro primero mi mano, roja, dolorida después del golpe, y después la miro a ella, las lágrimas despuntando de sus ojos, la marca roja de la bofetada adornando su cara. Y sonríe.
    –¿Qué ha pasado aquí?– me pregunta el tipo que estaba en recepción. No hay ni pizca de curiosidad en su voz.
    –Esta infectada está diciendo cosas sobre "el virus", señor. Creí oportuno que quizás mereciera una buena reprimenda– le explico, mientras señalo con el índice a la vieja, que todavía sonríe. El hombre me mira un momento a mí, un momento a ella. Finalmente responde:
    –Está bien. Pero no vuelvas a tomar la justicia por tu mano, ¿Me has entendido?– Su voz es una piedra. Su mirada un puño. No pestañeo.


No sé cuánto tiempo me he quedado dormido, pero ya es hora de levantarse e ir a trabajar. No quiero que mis compañeros empiecen a creer cosas falsas. El único motivo por el que he estado faltando últimamente a trabajar es porque el hastío que siento de no poder hacer nada en la oficina es tan grande que necesitaba unas vacaciones. Y el hecho de haber encontrado las viejas cosas de mi padre en el desván ha sido una excusa perfecta para tomarme este descanso de dos semanas. Esto es lo que me repito mientras camino, con parsimonia, hacia la cocina. La letra de la canción sigue resonando en mi cabeza, lo cual parece restarle credibilidad a una historia tan lógica como la mía. Yo, Aiax, soy, y seré, siempre fiel a la inmortalidad que yo mismo descubrí. Aunque para ello tuviera que pagar con todos mis sentimientos y no solo con uno, no solo con "el virus". Visto desde esta perspectiva, renunciar a esa emoción no es un precio tan grande. Es más, es un precio ridículamente ínfimo. Una ganga. No logro entender. No consigo concebir, como puede haber gente que renuncie a la vida eterna, solo por un sentimiento que no ha causado más que estragos en la historia de la humanidad. Este mes se han sublevado seis, pero sé que son más los que en sus casas están dejando de creer en la inmortalidad. Cada vez hay más personas infectadas. Puede que ya sean ochenta en todo el país, quizá cien. Puede parecer un número pequeño, pero no lo es en absoluto. Todos deberíamos pagar el precio. Y mi trabajo no cesará hasta que no quede un rincón de este país donde no haya una persona infectada sin controlar. Por suerte los síntomas de la infección resultan visibles y evidentes. Pero el problema es qué hacer con las personas infectadas. La solución más lógica pareció mandarlas a un centro donde se les pudiera rehabilitar y hacerles entrar en razón, pero en la última década hay más personas que entran que personas que salen. Muchas más. Y aunque sea un fastidio por la cantidad de papeleo que tendremos que hacer en el departamento, quizás la salida más factible sea deshacerse de todos los infectados, sin importar su "segunda edad". Hasta ahora me he limitado a mantener abiertos los Centros de Rehabilitación porque sabía que muchas de las personas que entran ahí están a punto de abandonar el mundo. Pero últimamente siento una especie de presentimiento. Algo así como que pronto los centros se llenaran tanto que habrá que crear más. Lo cual es una estupidez, porque este mes solo hemos encontrado seis infectados.
Sacudo la cabeza y entro en mi despacho con elegancia, con desparpajo. Trabajo en silencio hasta que veo algo que hace que mi rostro se quede lívido, que mis ojos se salgan de sus órbitas. En ese momento la puerta se abre, y el hombre de pelo ralo, nariz respingona y ojos verdes, de nombre Ilan, me dice:
    –Veinticuatro personas más, Aiax. Treinta en total– su voz es un témpano, pero no consigue ocultar la diversión en ella.
No digo nada. Lo miro largamente a los ojos. Inspiro. Espiro. Asiento.


¡Estúpida infectada! ¡Maldito escombro de la sociedad, y del progreso! ¡¿Cómo puede siquiera dignarse a mirarme a los ojos y a hablarme de esa manera, justamente ella, que está infectada con la única enfermedad que puede afectar al ser humano?! Ahora mismo camino por la calle con una furia tan grande que creo que hasta se está reflejando en mi rostro. Qué asco, negra maldición. Quisiera no volver a pisar nunca ese lugar, no tener que ver nunca más a esa estúpida vieja que me saca de mis casillas. Quisiera poder vivir mi vida sin tener que acercarme a esos...


...malditos infectados. Ellos son la única causa de mis problemas. De los problemas de la sociedad. ¿Acaso no se dan cuenta de que su presencia, de que su infección voluntaria, es perjudicial para la perpetuidad de la raza humana? ¿No son conscientes de eso, esa maldita escoria? ¡30 infectados en cuatro días! No me lo puedo creer... Ahora mismo me gustaría echarme sobre la cama y dormir, pero sé que eso no es posible. Tengo que ir a casa, recoger unos papeles rápidamente y regresar a la oficina. La situación se está descontrolando mucho y muy rápido. Y yo soy el único que puede solucionar este sinsentido. Yo sí que soy un pilar clave de esta sociedad, un seguidor inequívoco...


...de la maravilla de la inmortalidad. Una orgullosa chica inmortal a la que no le importa pagar un precio tan bajo a cambio de algo tan maravilloso. Pero por culpa de esas personas egoístas que solo miran por sí mismas, que violan descaradamente la ley y engendran un niño a pesar de estar totalmente prohibido, por culpa de esos infectos, personas como yo tenemos que aguantar estar...


...cerca de ellos. Tampoco creo pedir mucho. Solo un poco de consciencia por parte de los ciudadanos. He realizado conferencias, he escrito libros, he grabado incluso una película, para que en los centros de rehabilitación la gente se de cuenta...


...de su inefable error. Ya estoy harta de ellos. Camino por las calles de la impecable ciudad, con la vista bien alta. La mirada fija en el horizonte. Me paro mientras pasan los vehículos por el carril...


...y las palabras de esa canción acuden a mí como por arte de magia. ¿De verdad me tienen que venir a la mente ahora esas palabras...


...de una persona a la que no tendría ni que escuchar? Sacudo la cabeza e intento despejarme. Espero, impaciente a que todos los medios de transporte hayan pasado. Y cuando lo han hecho todos...


...unos ojos castaños se clavan en los míos...


...y brillan tanto...


...y son tan bonitos...

Brillo. Escalofrío. Sonrisa. Mueca. Palpitación:
   
    –Oh.
    –Oh.

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