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Nautilus







Los dos permanecen callados, no dicen nada, porque no hace falta. Se miran, se llenan de la presencia de la otra persona, en los ojos de uno se refleja el amor del otro, y no hace falta nada más. El silencio ha invadido la estancia desde hace un buen rato, pero no es un silencio molesto, incómodo, porque los contempla y llora también, llora como lo hacen las dos personas que se encuentran allí en ese momento. En la mirada de él laten sentimientos contradictorios: Una emoción que supera los límites de lo hermoso cuando está con ella, o así lo cree él, junto con el inmenso dolor que sabe que le va a producir el separarse de esa persona. Porque han de separarse. Incapaz de controlarse un segundo más, él alza el brazo y le retiene una de las lágrimas que ruedan por sus mejillas. El calor de su piel le reconforta y le produce miedo, pero la acaricia, porque se siente maravillado, igual que la primera vez.
Ninguno de ellos quiere separarse, ninguno quiere dejar marchar al otro, y, sin embargo, ella se levanta y lo mira, y en su mirada late una determinación sin duda, y él la ama todavía más por ello... Todos creen, todos creen saber, pero no saben nada. Ellos tampoco saben, pero entre ellos existe un lazo fuerte y real, indestructible. Pero ellos no saben, ¿Cómo podrían saberlo? Sin esperar ninguna palabra por parte de ella, él se levanta y de su escondrijo secreto saca una pequeña flor de color rosáceo blanquecino, no muy hermosa aparentemente. Ella, no obstante contrae el rostro en una mueca de angustia y unos gruesos lagrimones empiezan a resbalar por su rostro, y esa visión tan devastadora hace que él se percate de que el tiempo se ha agotado; Si permanece más tiempo no podrá marcharse nunca.
Por fin se atreve a afrontar su mayor miedo, y su mayor anhelo, sabiendo que ese beso es también la firma del adiós; Las lagrimas caen con mayor fuerza mientras sus rostros están juntos. Una vez separados, se miran otra vez, profundamente. No hace falta decir nada, porque ambos se leen como libros abiertos, pero por algún motivo tienen la necesidad de decirlo. Por algún motivo, lo dicen a la vez:
–Te quiero– y ambos saben que es cierto, y eso los llena de una esperanza infinita.



Él se sienta en la única silla libre del tren, mientras una lejana canción le recuerda extrañamente el momento que acaba de vivir. Intenta dilucidar quien es el autor de dicha canción, y sin proponérselo comienza a tararear la melodía. Él no lo sabe, pero la tararea inconscientemente, porque siente un dolor demasiado grande como para intentar pensar él mismo en otra cosa. Está empezando a cantar la letra de la canción cuando una voz le saca de su ensimismamiento:
–Leo el dolor en tu corazón, amigo mío– él se gira y contempla con cierta incredulidad el rostro de ébano que lo mira desde el asiento de enfrente. Ella sonríe, pero él no se siente enfadado, pues en sus ojos ve que lo está sintiendo por él, que la sonrisa no es más que un mero modo de intentar aplacar el dolor, y él lo agradece:
–¿Hay algo que pueda hacer por ti?– dice, y lo dice en serio, no la falsa cortesía de la que se suele servir la gente.
–Algo hay, ciertamente. Si no le importara darme tema de conversación hasta que llegue a mi destino... eso sería de grandísima ayuda.
En aquel rostro de ébano reluce un tenue rayo blanco que actúa como bálsamo. Y en verdad le sirve de ayuda, pues la mujer consigue alejar sus pensamientos de esa herida que tanto daño está haciéndole al corazón. No olvidar, pero sí atenuar, y eso es más de lo que ha hecho nadie por él en mucho tiempo, y sin tan siquiera haberle dicho su nombre. Al llegar a su destino, el hombre recoge su equipaje y se marcha, no sin antes agradecer efusivamente el rato de tertulia con la mujer. Ella sonríe y le quita importancia, pero cuando sabe que el hombre ya no la puede ver, su rostro se hunde en una máscara fúnebre. Las personas de alrededor se rebullen, inquietas, en sus asientos: "Te deseo suerte en verdad, porque la vas a necesitar... A veces... me gustaría no sentir el destino de las personas. Suerte, Nautilus, la vas a necesitar."


Nautilus se levanta temprano, se despereza mientras sale a la cubierta para empezar a dar órdenes a las personas a su cargo. Éstas, a su vez, lo miran con respeto y admiración; No por nada es el que lleva los hilos de la operación. Estaba mirando el rosáceo horizonte hacia el cual se movían cuando el capitán del barco se acerca a él con rostro adusto:
–Señor, precisamos su ayuda en el puesto de mando de inmediato; Hemos detectado algo.
Nautilus se apresura a seguir al hombre por el bamboleante suelo acerado, mientras el motivo por el cual él está en aquel barco, en vez de en su hogar, con la persona a la que ama, acude a él rápidamente. Visualiza con claridad el momento en el que su jefe le había reclamado con una urgencia inusual.

Nautilus nunca podría haber imaginado que se trataría de algo tan importante, y menos sabiendo que su trabajo más importante había sido estudiar las ostras del océano atlántico. Su jefe lo recluyó en una pequeña estancia donde le mostró los extraños sucesos y desapariciones que estaban teniendo lugar en una zona del océano conocida como "El mar del Guardián". Nadie sabía nada de lo que podía ser, en las imágenes no se divisaba ningún miembro de animal, ninguna interferencia, nada; Los barcos nunca volvían. Por ello, el comandante le encomendó una misión de vital importancia: Investigar la zona donde se realizara la siguiente desaparición, o bien donde ocurriera el siguiente suceso extraño. Lo curioso es que justo después de haberle asignado la misión, la zona asignada para el estudio se volvió un paraje tranquilo, y dejó de haber ninguna clase
de suceso paranormal, lo cual descolocó a todas las personas que estaban estudiando lo que ocurría. El comandante obligó a Nautilus a jurar que cumpliría con su trabajo si volvía a ocurrir algún suceso extraño. Nautilus lo juró.
Pero el lugar se mantuvo tranquilo durante un año, así que dejaron de prestarle tanta atención, y a Nautilus se le dio permiso para regresar a su trabajo habitual hasta nuevo aviso. Fue entonces cuando la conoció a ella, nueve años atrás. Recordaba perfectamente como había llegado empapado y exhausto tras una de sus largas jornadas de trabajo, recordaba perfectamente la fiebre que le había atacado tras enfermar en medio del océano. No recordaba haberse desmayado al llegar a la estación del tren, pero se lo contaron. Cuando despertó, ella estaba hablando con el médico que más tarde le atendería. Sus miradas se cruzaron un instante, pero él no sintió nada especialmente raro, no hubo un "primer chispazo", como se suele decir. ¿Quién iría a decir que acabaría amando con tanta locura a aquella persona?
Nautilus llegó a olvidarse de su trabajo especial, embaucado como estaba con su nueva vida al lado de ella. Pero un día, los hechos anormales volvieron a tener lugar. Más concretamente en "El mar del Guardián", y él tenía que ir allí a investigar...
–Capitán, ¿Qué es lo que sucede?– la voz de Nautilus suena calmada; Piensa en ella, en su mujer, con mucha fuerza.
–Señor, hemos localizado actividad... extraña, a unas cuantas millas de aquí– su voz suena de todo menos tranquila.
–¿Qué clase de actividad?
–De movimiento, pero no se parece a ninguna clase de ser vivo registrado hasta ahora, o al menos desde esta distancia no lo parece.
Nautilus mira al capitán y a las otras dos personas que están en la estancia, sin duda los que han detectado la actividad.
–Navega directamente hacia el movimiento: Vamos a desentrañar el misterio del guardián.


El mar está en calma. En el firmamento brilla un sol límpido, un cielo cyan, sin nubes. Nautilus piensa en ella. Llegan al origen del movimiento un rato más tarde. Nautilus llama a su equipo de investigación y se inclina sobre la barandilla para ver mejor. Al principio no puede distinguir nada, pero al rato se percata de la extraña oscuridad que se remueve más hacia el fondo. Efectivamente, no se parece a nada que Nautilus hubiera visto en su vida, pero atribuye la sombra a una clase de pez grande, difícil de ver desde aquella distancia por la profundidad a la que nada el ser. Están varias horas intentando que el ser se mueva, introduciendo diversos objetos al agua para movilizar a aquella gran... cosa, pero ninguna tiene resultado. Nautilus se percata con trémula incredulidad de que parece que los objetos atraviesan aquella cosa, pero lo curioso es que al recuperar los instrumentos, no están más que mojados. Nautilus lo atribuye a una profundidad más elevada. Sin embargo, deja de creer que sea un ser vivo. Algunos sugieren la posibilidad de que sea un derrame de petróleo, lo cual no puede ser descartado. Al fin y al cabo es una mera sombra negra en un mar muy profundo.
–Señor– lo llama uno de sus ayudantes de investigación cuando el sol alcanza su cénit– el ser se encuentra a una distancia demasiado profunda como para verlo desde aquí... y es demasiado grande para atraparlo con nuestras redes. Nautilus sabe cual es la solución, pero duda que alguien se atreva a adentrarse en el mar:
–¿Alguien está dispuesto a sumergirse con la escafandra?– pregunta Nautilus. Su voz no tiembla, suena fría y ausente. Piensa en ella.
Nadie responde, pero él no esperaba que nadie lo hiciera:
–Yo lo haré– acaba por decir Nautilus segundos más tarde–. Traedme el traje y la escafandra. Voy a bajar.


La escafandra es una de las más modernas que hay en estos momentos en el planeta. El traje es el doble de grande que una persona normal, y el doble de ancho. Pesa como diez hombres juntos; No precisamente pequeños. Pero el diseño es diferente al de otro tipo de trajes: El casco no es de la típica forma redonda, sino que se adhiere al traje directamente haciendo una extraña forma más prismática. La parte de los ojos es un orificio bastante grande, con rejillas de metal y una especie de cristal capaz de soportar altas presiones. Por manos lleva una especie de guantes, también adheridos al traje. La conclusión era que el traje se asemejaba alarmantemente a una especie de gigante, y para Nautilus específicamente, era "el titán de las profundidades" Cuando se introduce en el traje, lo primero que piensa es que es endemoniadamente cómodo. No por nada era uno de los mejores trajes del mundo, y, en su opinión, uno de los más estéticos. Intenta moverse unos pasos, pero le resulta tremendamente difícil levantar la pierna: "Normal" piensa, "Debe de pesar lo suficiente como para soportar el peso del océano". Así pues se queda en el sitio hasta que sus hombres lo enganchan por la parte de arriba del traje, cerca del casco de la escafandra, por donde se pueden ver tres orificios para enganchar la cadena. Nautilus respira hondo y da el visto bueno con un grito. Mientras lo bajan al mar, está pensando en ella.
Conforme se va hundiendo en el mar, todo se vuelve cada vez más oscuro. Trata de encender los dos faros que tiene el traje, pero no encuentra el botón para encenderlos hasta pasados veinte segundos; Para cuando encuentra el botón, todo está sumido en la más inmensa oscuridad, siente como el traje aguanta el peso de la presión. Él piensa en ella.
Las luces parpadean dos veces, antes de que un rayo rojizo ilumine una pequeña cuadrícula a su alrededor. No parece haber nada... Pero Nautilus siente... Siente una presencia. Mira hacia todos lados tratando de encontrar la negra sombra, pero le es imposible ver nada que no sea la cadena del ancla que está a escasos metros de él. Un frío irracional le recorre la piel, hace que se estremezca.
Cuando una sombra negra se abalanza sobre él, empezando a quebrar el cristal de su escafandra, Nautilus sabe que no saldrá vivo de allí. Nautilus piensa en ella, intenta hacer algo, se sacude con movimientos heroicos, trata de sacarse la cosa de su cuerpo, de su cabeza. Sobre él, los marineros, asustados ante la repentina desaparición de la sombra y la sacudida de la cadena atada al traje, tratan de subir a su comandante. Cuando la cabeza del traje ya asoma por el agua, Nautilus se arroja sobre la barandilla, aterrorizado. La sombra negra trata de hundirlo de nuevo.



Los marineros contemplan con los ojos desorbitados como Nautilus se debate con un ser viscoso y de una negrura total, hipnótica... Parece líquido, sólido y gaseoso a la vez. Sin embargo pronto son conscientes de un problema aun mayor: El peso de la escafandra y las terribles sacudidas están poniendo en peligro la integridad del barco, que se tambalea peligrosamente. Los marineros, y los investigadores dudan un momento, el capitán, sin embargo, no lo hace:
–¡Soltad la cadena! ¡Soltad la cadena y elevad el ancla!– Su voz y su mandato es recibido con una obediencia total; Nadie se plantea el salvar a Nautilus.


Nautilus ve con horror como los hombres del barco sueltan la cadena que lo unía a su única salvación, a su única posibilidad de volverla a ver. Se siente caer como un peso muerto al frío océano, se hunde con increíble rapidez. La sustancia consigue romper el cristal, se introduce junto con un torrente de agua que le hace cerrar los ojos. Mientras va cayendo siente la presión... el peso del océano. Nautilus se hunde en la oscuridad; Piensa en ella, y en un último intento de salvarse,
agarra la cadena del ancla del barco que ya estaba subiendo a la superficie. Después frío, oscuridad, nada.


En el fondo del océano, unos peces extraordinariamente planos nadan curiosos alrededor de un extraño artilugio de metal, tratan de comerse los pequeños microorganismos que han surgido en el objeto, cuando de pronto, dos luces rojas iluminan el fondo; Los peces huyen tan rápido como pueden.
El artilugio de metal trata de incorporarse, parece estar vivo. Parece. Tras unos cuantos intentos logra ponerse de pie, se mira las manos. No recuerda nada, pero trata de moverse, aunque se siente pesado y terriblemente exhausto. Consigue dar un paso, dos. Y al tercero tropieza con un objeto de metal. Al principio no lo identifica, lo mira, y sus luces rojas, que son sus ojos, no consiguen asimilar lo que es. Al principio. Porque justo en ese momento un nombre entra en su memoria con terrible fuerza: Ancla. Ancla. De pronto el ser siente un vacío terrible, se tambalea un momento. Sabe que le falta algo, alguien. Sabe que alguien le ha abandonado, le ha traicionado. Recuerda entonces su propio nombre, Nautilus... Y se da cuenta de que su nombre no es casual, que su destino estaba forjado. Y Nautilus ya no recuerda nada más. Empieza a moverse, no suelta el ancla. Y conforme se mueve en su pecho va naciendo una horrible llama de odio. El ser de la escafandra sabe que lo único que lo mantiene consciente es esa llama de venganza, nada más. Donde debía haber amor no hay más que un vacío sordo y doloroso.
Nautilus aprieta el ancla con fuerza, sus faros, que son sus ojos, relucen peligrosamente, y sabe que ya nunca podrá quitarse la escafandra, que la escafandra es ahora su piel, ocultando la terrible verdad que yace debajo. Nautilus aprieta el ancla, sus ojos brillan tanto que iluminan el fondo...Venganza, piensa Nautilus. En el fondo de su vacío traje, muy al fondo, piensa en ella.



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