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Ilusión

   Lo especial de este relato es que la verdadera trama no está en la historia en sí, sino en los pequeños detalles que hay escondidos a lo largo de esta aparente vida perfecta. Lo escribí así porque a veces descubrir qué fue lo que ocurrió es más divertido que simplemente leer lo que simplemente ocurrió. Lo escribí así para que se pueda pensar en lo que sucedió y tratar de buscar más detalles que confirmen la teoría. Por eso creo que sería un poco estúpido poner una explicación de este relato, por lo menos así de primeras. Lo ideal sería que la gente me dijese a mí de que creen que va el relato. Quién sabe... quizás hay más historias de las que yo mismo puedo ver.




Agradable luz sobre mi rostro, acariciando cada centímetro de mi piel, mientras una reconfortante calidez en mi espalda hace que me estremezca. El pecho de la persona que está a mi lado sube y baja con parsimonia, estoy segura de que está soñando cosas bonitas, y sus brazos me rodean de una forma tan cariñosa que solo puedo suspirar. Ojalá pudiera estar así por siempre. Pero aunque me quedo un rato más sin moverme, al final decido que es hora de levantarse y hacer cosas. Abro las cortinas y me pongo mis zapatillas, mientras él mete la cabeza bajo la almohada para que no le moleste la luz:
  –Arriba, dormilón. Ya hemos desperdiciado medio día– digo mientras me siento en el borde del lecho y le acaricio la espalda con dulzura. Siento como se le eriza el vello del brazo. Sonrío. Sus ojos me miran sonriendo, aunque aún tienen la niebla de quien acaba de levantarse. Le beso en la boca y él termina de despertarse. A ninguno de los dos nos huele mal el aliento, y el beso sabe a fruta y a paz.
  –Yo haré el desayuno– me dice mientras se incorpora para poder ponerse sus zapatillas también.
  –Me ducharé mientras, pues– ambos sonreímos. Serenos, sin preocupaciones. Felices.

La habitación es grande, luminosa. La cama es inmensa y muy mullida, tanto que dormir ahí es prácticamente como descansar en una nube. Lo sé por experiencia. Cerca de la esquina derecha se alza un armario bastante grande, con bordados asiáticos y unas puertas correderas ligeras y rápidas, además de estéticas. El blanco de las paredes y el techo hace que la habitación parezca aun más luminosa de lo que realmente es, pero la culpa de esto la tiene el gran ventanal que da a una terraza moderna, con una planta de aloe vera aposentada sobre una mesa de mimbre. No hay muchas cosas, y de hecho lo único que decora la habitación son cuatro cuadros repartidos por las blancas paredes. Hacen un contraste extraño, porque los colores predominantes de las pinturas son el negro y el rojo. Uno representa una mujer joven llorando en una cama de dimensiones similares a las de la que tenemos nosotros. Otro es un coche en marcha visto desde una perspectiva frontal. El tercero son las sombras de dos personas cogidas de la mano, y el último es el cuadro de un corazón rojo intenso rodeado por un círculo negro, como si enfocara el corazón una cámara de fotos. Mi favorito es el tercero, porque hace que piense en él y en mí, juntos para siempre. Aunque si he de ser sincera, ya ni recuerdo de dónde sacamos los cuadros. Probablemente fueran un regalo de mi madre, a la que siempre le había gustado pintar. Y sin darle más vueltas al asunto, salgo de la habitación para poder ducharme.

El agua de la ducha es cálida y gratificante, me gustaría poder quedarme infinitamente aquí y estar tan cómoda siempre, pero prefiero regresar al salón y estar con él, eso siempre irá primero.
Al terminar abro los cajones para coger un peine, y por un instante presto atención a los numerosos medicamentos que me impiden la visión del resto del armario. Están todos cerrados y son botellas del mismo medicamento. Tengo que preguntarle a mi chico para qué hacen falta tantas pastillas… Oh, ahí está el cepillo. Cuando por fin consigo cogerlo, me percato de que la bañera está llena por el reflejo del espejo. La bañera está escondida del resto del baño por una pared de azulejos, por eso no la he visto hasta el momento. Yo no me he bañado, pero supongo que a él se le olvidó vaciar la bañera el día anterior. Está bastante llena, pero siempre le ha gustado de nuestro baño que el agua se pueda desbordar para ser luego reutilizada. Sonrío y quito el tapón mientras el agua se va perdiendo por entre las cañerías. Voy a darme la vuelta cuando me parece ver un destello rojo en el agua, pero al girarme no veo otra cosa que no sea la blanca porcelana de la bañera. Me arrodillo para examinar bien la tina y poder dictaminar qué es esa sustancia roja que me ha dado tan mala espina, pero sigo sin ver nada. Por un segundo he pensado que era sangre. Debe de ser el cansancio, que me está pasando factura... Termino de secarme el pelo y me visto. Tengo ganas de verlo otra vez, aunque no haya pasado ni media hora sin él.

El pasillo hasta el salón es largo y bastante oscuro. Creo que es lo que menos me gusta de la casa, porque me produce un sentimiento de soledad que no logro comprender. Solo cuando lo cruzo con él siento que ese sentimiento no es más que un espejismo que se rompe. Y aunque sé que si encendiera la luz quizás no lo sentiría tan sombrío, no presiono el interruptor. Total, son solo unos pocos metros.

La cocina está conectada con el salón por un pequeño estrecho sin puerta, y ambas habitaciones son espaciosas y están bien iluminadas. En la mesa del salón reposan unas llaves y el mando de la televisión, en ese momento encendida. El hombre de las noticias relata, impasible, la muerte de un joven de veintitrés años atropellado por un coche en el centro de la ciudad. Siempre me he preguntado cómo una persona puede anunciar tales desgracias con una voz que roza siempre la indiferencia. Quizás la mente al final se acostumbra a esas cosas, y luego ya no le prestas importancia. Pero me pongo en la piel de los familiares de ese joven y siento un escalofrío. Un sentimiento frío empieza a subir por mi pecho como si de una araña se tratase... Apago la tele y me dirijo a la cocina, donde la persona que más quiero trabaja para preparar unas apetitosas tortitas con caramelo:
  –¡Guau! ¿Tortitas? ¿En serio? ¿No será esto Máster Chef, versión matutina?– pregunto mientras cojo la bandeja donde había un par de vasos con zumo de naranja.
  –Ya ves… hoy me he levantado acelerado y con ganas de hacer un desayuno de muerte.
Preparo la mesa del salón mientras él le da el toque final a las tortitas. Por algún motivo desconocido, tienen forma de coches.
  –¿Y esa forma?– pregunto mientras nos sentamos al lado para devorar nuestro desayuno. No estoy segura de que me guste la forma de estas tortitas...
  –No sé… me apetecía ser creativo, pero creo que no me ha salido muy bien.
   –¿Es por lo de la noticia del telediario?
   –¿Qué noticia?
   –¿No estabas viendo la tele?
   –¿Qué? Ah, no. Pensaba que la habías encendido tú y la he dejado así. No le estaba prestando atención.
   –Bueno, da igual, ¡Tienen una pinta deliciosa!

Nos comemos las tortitas mientras charlamos de temas sin importancia. Aunque por algún motivo, no puedo quitarme de la cabeza la noticia del chico atropellado...
   –Y… ¿qué vamos a hacer ahora? Es nuestro día libre…
Sonríe travieso mientras me da un pellizco en el brazo. Yo también sonrío, maliciosa.
   –Creo que voy a leer un rato. Hay un libro que quiero empezar, y me parece un buen
momento.
  –¡Claro! No sé en qué crees que estaba pensando yo, pero obviamente mi idea era leer toda la mañana.
Ambos reímos, contentos, felices, serenos.
   –Pues al final tengo ganas de leer y todo. Todo es más divertido cuando lo hago junto a ti.

Solemos leer en una sala cerca de la entrada, porque hay unas estanterías repletas de libros, dos sillones cómodos donde devorarlos, una pequeña mesita y una iluminación óptima para la tarea. A parte de eso es una sala sin decoración alguna. Nos sentamos cada uno en un sillón y abrimos nuestros libros, nos sumergimos en ellos. Yo estoy leyendo uno que se titula “Eres”, de un escritor con el mismo nombre que la persona que está en frente de mí, y me lo recomendó alguien… aunque ahora mismo no puedo recordar quién. Alguien del trabajo, supongo. Me sumerjo en la historia casi en seguida, por algún motivo no me cuesta nada meterme en la piel de la protagonista, y me gusta tanto el libro que apenas me doy cuenta de que pasa el tiempo. Como hemos desayunado tarde, la hora de la comida pasa sin que nos demos cuenta, y no levanto la cabeza del libro hasta que la historia culmina con el protagonista siendo atropellado. Es un final muy abierto, pero me ha gustado mucho el libro, así que espero que haya segunda parte.
Levanto la vista y le miro mientras lee un libro titulado “Culpable”, pero no puedo leer el autor porque está bajo sus manos, que sujetan el libro con delicadeza. El suyo es algo más largo que el mío, pero parece que está terminando también. Le observo hasta que finalmente alza la vista y nuestras miradas se cruzan. Sonrío. Sonríe.
Hablamos sobre nuestros libros un rato. Él me dice que en su libro una pareja discute y al final la chica termina por tirarle un jarrón para que el chico se marche de casa. Me relata como el joven se va sangrando por la cabeza dando un portazo.
   –¿Y qué pasa al final?– la historia me ha interesado.
   –Tendrás que leerlo para saberlo– sonríe mientras me da un beso en los labios–. Bueno, me ha entrado hambre, ¿Quieres algo?
Asiento mientras dejamos nuestros libros sobre la mesita y él comienza a andar hacia la puerta. Mientras, me acerco a su libro para ver quien es el autor, pero en ese momento él apaga la luz y se ríe en el pasillo.
   –¡Eh!– digo con un falso enfado–. ¡Ya verás cuando te pille!
Corro hacia él y forcejeamos mientras nos reímos y nos hacemos cosquillas mutuamente. El suelo está increíblemente limpio y brilla con elegancia. Es un día tan maravilloso que creo que el pecho me va a estallar de alegría. Quiero que esto no se acabe nunca.
Y es entonces cuando mi mirada se dirige hacia la entrada de la casa, hacia el recibidor. Sobre la mesa donde está la lámpara, apagada, puedo ver el contorno de un jarrón, nuevo, aparentemente inofensivo. Me levanto y me acerco hacia él. Lo cojo y lo examino con cuidado, pero está entero y no hecho añicos, qué curioso. Por un momento he llegado a pensar…
   –¡Eh! ¿Vienes o qué? ¡Exijo la revancha!
Sonrío mientras me dirijo hacia él. No escucho el reclamo de la puerta, que me invita a salir.
No quiero escucharlo.

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