Sangre. Un rastro de sangre que me sigue, que me marca. Estoy marcado. Ahora es imposible escapar. Lo sé, pero… ¿Qué se supone que puedo hacer al respecto? Aprieto los dientes y trato de correr como puedo. El dolor en mi espalda es lacerante e incluso podría llegar a ser incapacitante en otras circunstancias. Pero no en esta. En esta, por suerte para mí, no es más que el aliciente que necesito para seguir corriendo. A cada segundo que pasa, el dolor me recuerda por qué corro. Por qué es imprescindible que siga corriendo. El frío me rodea por todas partes, en forma de pequeños copos juguetones que revolotean alrededor de mi rostro, acompañado por las vaharadas de aire caliente que exhalo cada vez que respiro. Me va a alcanzar. Lo sé. Lo presiento. Sin embargo, desde que mi chaqueta se desgarró en el bosque, no he vuelto a escuchar sus bramidos. Sus terribles y estremecedores bramidos. Quizás sea buena señal. Lo sea o no, debo correr. Correr. Correr. Correr. La montaña al fondo
Escribo relatos. Y eso.